El grito en el cielo puse un sencillo amanecer, pues mi cuerpo estaba cubierto de pergaminos sin leer. Al despertar estos manuscritos encontré, su rúbrica delataba su proceder, siendo la caligrafía de mi poder. Expresaban toda una vida de sueños, experiencias, pensamientos y lo más importante lo que quedaba por vivir. He tapizado mi cuarto con las letras que aquel día escribí. Para no olvidar los objetivos, ni los sueños por vivir.

martes, 15 de septiembre de 2015

EL TESTIGO



Arnaldo, victorioso, de dejaba deslumbrar por el fulgor de aquella joya, todo apuntaba a que era la reliquia preferida de la vieja urraca, tras sus acechos pudo ver que siempre la llevaba cuando la ocasión le requería ir mas arreglada, y ahora, se encontraba entre sus saqueadoras manos, que instruidas, habían barrido multitud de casas sin ser pilladas por la policía, se la daba de astuto, con su cara de bonachón, y su cuerpecillo destartalado se ganaba la confianza de la gente, y usando todas las prevenciones posibles entraba en lugares estudiados, nunca hogar de mucha gente, ni de parados sin oficio, daba el golpe a la hora que el amo estuviese ocupado en su actividad establecida, los horarios para él eran sumamente importantes, tuneaba su aspecto y furgoneta cual mortadela y chóped, sus intrépidos y estúpidos detectives juveniles.
Hasta el momento, todo marchaba como tenía previsto, en su agenda comenzaba una nueva hoja, aunque primero tenía que buscar a su próxima víctima, decidió tomarse el día libre, pasear y así acercase al centro para que su tasador le proporcionase un precio razonable, el lote de joyas lo portaba celosamente en el bolsillo interior de su chaqueta, al pasar por la parada del autobús, sus ojos dirigieron una mirada exhaustiva a dos señoras remilgadas que subían en el número siete, una de ellas cargada de bolsas de las mejores marcas, la otra solo llevaba una, miró el reloj y comprobó que tenía tiempo de sobra para seguir caminando, pero que de subirse al bus, el paseo le merecería la pena, decidido se puso a la cola, tras una maruja que tiraba del carro de la compra, pagó su billete, y de un vistazo localizó a las dos estiradas, se habían sentado una frente de la otra, no había sitio libre, y gesticulando un buenos días, se acercó a ellas sujetándose a la barra. Tras dejar atrás un par de avenidas se adentraron en la zona que más le gustaba, con porteros que guardaban todas las llaves y con fincas que protegidas con alarmas se creían indemnes a las manos del ladrón. Esperó a que se pusieran de pié, y luego tambaleándose cayó al suelo, mientras lo rodeaban dándole pequeñas cachetadas, hurgaba en el bolso de la que había comprado menos, según él, por indecisa, mientras palpaba entre sus cosas el autobús se paró por completo, abrió los ojos lentamente, y localizada la cartera, dio un salto, y salió corriendo, nada más ver aquella extraña situación, como acto reflejo, todos los presentes echaron mano de su cartera, la dama robada se ría, luego, junto a su compañera de compras se bajaron en la parada, para entonces, Arnaldo, había atravesado un par de calles y girado a la izquierda, luego tras entrar en el callejón viejo, abrió la puerta del Anticuario El Rincón, sus cristales estaban tan sucios como el resto del local, al fondo, envuelto en una cortina de humo lo esperaba su amigo Ginés, tan amable siempre que lo veía entrar por sus puertas, le extendió la mano con una sonrisa sucia, y él, buscó en su bolsillo, en el cual solo encontró el medallón, lo soltó en el mostrador, rebuscó entre todos los huecos posibles de su atuendo, desesperado se tiraba de los pelos, con su paripé había perdido el resto de joyas, se consoló mirando la cartera de cuero, la abrió, pero en el tarjetero solo apareció la tarjeta sanitaria, el carnet de la biblioteca, cupones de descuentos y estampitas de santos, abrió la cremallera suplicándose que le hubiese merecido la pena, tras ponerla bocabajo salieron algunas monedas de céntimos, y un euro, al fondo, el tique de su compra por valor de treinta euros, gastados en un reloj de las rebajas, se maldecía dándole patadas al pequeño mostrador por haber sido tan estúpido, mientras su amigo espantado, soltaba de golpe el medallón.
Al cabo de un rato contemplaba su triste reflejo en el cristal de la marquesina del bus, se había sentado para descansar, esperanzado en encontrar una nueva víctima, se metió la mano en el bolsillo y sacó el medallón, se maldijo mientras repasaba con el dedo los bordes de plata tallada, el color de la piedra parecía cambiar por momentos, si lo miraba fijamente podía encontrar en el centro una especie de sombra, una silueta que se movía, su amigo, había rechazado la joya, porque al examinarla vio que era una pieza extraña y con su afición al lado oscuro tuvo miedo de que pudiera proporcionarle mala suerte. Pensó en tirarla al cubo de la basura, en soltarla en cualquier lugar, pero el tasador le había aconsejado que la devolviese. Miró el reloj, era la hora de comer, volteó el forro del bolsillo, solo tenía un euro, miró para la calle desierta, el tabernero de la esquina recogía un par de mesas de la terraza, cruzó, y tras sentarse pidió una cerveza, apenas había cuatro personas, una pareja al fondo, y los otros dos sentados en la barra, no con mejores pintas que él, el camarero le puso la cerveza y una tapa de tortilla, cuando degustaba su escaso almuerzo entró por la puerta el conductor del autobús número siete, puso el euro sobre el mostrador, y antes de que se diera cuenta entró en el baño, se insultaba a si mismo por haberse quedado en la zona, tomó aire, y como si no conociera a nadie salió hacia la calle, luego corrió sin mirar atrás, mientras que a sus espaldas le llamaban ladrón.
Viéndose a salvo, se paró, echó un vistazo a su alrededor, justo enfrente, el piso de la propietaria del medallón, su reloj daba las tres, hora en la que aquella señora echaba la siesta, rebuscó en uno de los bolsillos interiores de su chaqueta donde acostumbraba a llevar un kit de ladrón, antes de llegar al portal se puso los guantes, subió por el ascensor donde se ocultó con el pasamontañas, abrió la puerta, y cuando puso el pie derecho en el parqué algo comenzó a silbar, extrañado, agudizó sus oídos, intentando encontrar aquel sonido, asomó la cabeza, no había nadie a la vista, y aquella hurraca no usaba alarma, decidió continuar cuando el silbido se hacía cada vez más grande, volvió a escuchar y entonces descubrió que el ruido provenía del medallón, lo sacó del bolsillo, lo miró fijamente y entonces despejándose el color grisáceo, la sombra negra se apoderó, era la silueta de un hombre mayor, asustado lo sujetaba con cuidado, lo iba a soltar en la mesa de la entrada cuando aquella sombra habló, “Ni se te ocurra dejarme aquí, imbécil, esta maldita es mi mujer, y se niega a dejarme descansar en paz, me tortura llevándome a todos esos sitios donde de casados no quería ir con ella.” Dijo una voz ronca y malhumorada, “Yo soy ladrón, no consultor matrimonial, aquí le dejo con su señora y su mala suerte” dijo cuando al girarse se tropezó con el puño de un vecino, abatido cayó al suelo, cuando abrió los ojos se encontraba en el cuartelillo, frente a él un guardia que solicitaba una confesión, se debatía entre mentir, o contar la verdad y pasar por loco, cuando una vocecilla tosca insistía en testificar por ser testigo de todo.

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