El grito en el cielo puse un sencillo amanecer, pues mi cuerpo estaba cubierto de pergaminos sin leer. Al despertar estos manuscritos encontré, su rúbrica delataba su proceder, siendo la caligrafía de mi poder. Expresaban toda una vida de sueños, experiencias, pensamientos y lo más importante lo que quedaba por vivir. He tapizado mi cuarto con las letras que aquel día escribí. Para no olvidar los objetivos, ni los sueños por vivir.

jueves, 14 de abril de 2011

VIENTO CÁLIDO DEL MES DE AGOSTO


Abelardo el abacero se encontraba en posición de encorvar aquel cuerpo ancho a su semejanza, pues estaba tan rígido como una cuchara, abiótico yacía en su propia barca. El abacero aún no se ha parado a pensar como pudo cometer aquel hecho tan aberrante. Procedía a desatar el amarre cuando decidió abarrotar la barca de cajas y enseres para disimular el cadáver, así tardarían mas en dar con el cuerpo, y él tendría más tiempo para huir.
Después, se dirigió hasta su acémila e introdujo en el serón, el abaleo que había utilizado para presionar el cadáver. Y prosiguió adelante hasta llegar a su casa, en el camino hizo varias paradas, reanudo con su labor de buhonero, y luego, llegó a la panadería y compro varios panes, y a la taberna para comprar vino, además paso por la casa de una de sus mejores clientas, al comercio de Doña Paca, donde canjeo una arroba de vinagre y cinco kilos de legumbres por un queso y medio. Debía abastecerse de víveres notables para emprender tan largo camino.
Llegando a su domicilio se encontró con el sargento Julio Reyes se saludo con él como de costumbre , aunque esta vez tenia la congoja de ser descubierto, pues a pesar de tener sus motivos se sentía sucio. Se disponía a abrir la puerta de su casa, cuando le sorprendió por las espaldas su vecino, Federico Palma ,que siempre le acechaba para interrogarle, era un hombre mayor de naturaleza cotilla, y a pesar, de que él no le aguantaba le seguía la corriente, porque muchas veces le compraba aceite y le ayudaba a recoger leña.
Pronto se deshizo del imprudente vecino, porque el médico, salía de la casa de otra de sus vecinas, Dolores Guzmán la modista de puntadas de corsé. Y este ,como chismosa comenzó a revolotear hasta la puerta de la vecina. Y fue en este momento cuando el Abacero introdujo la acémila en el portal y cerró la puerta.
Recogió todas sus pertenencias e introdujo parte de ellas en el serón y recogió enseres de la casa para acarrearlos en el carro, luego esperó que llegara la tarde para huir mientras sus vecinos echaban la siesta. Se asomó a la puerta con sigilo para comprobar que no hubiera nadie por los alrededores. Y sacó, la acémila a la calle no antes de engancharle con firmeza el carro abarrotado de enseres. Cerró la puerta y se subió a la montura, azotó a la mula y esta comenzó su paso, debía abreviar camino y decidió coger un atajo por el puente de la moreras secas, este le llevaría directamente a la salida del pueblo. Cuando llegó, se encontró en éste, a los oficiales de obra que le prohibían el paso por el puente, porque estaban reformando su estructura. Y fue entonces cuando tuvo que dar vuelta atrás.
Camino perdido todo el anterior, y teniendo que volver a andar lo andado, decidió que sería más difícil que lo reconocieran si iba vestido de monje, así que prosiguió a buscar entre los harapos que guardaba en el viejo baúl de su abuelo, y sacó un viejo hábito procedente de los años en los que su padre había estado en un monasterio y se colocó un gran sombrero de paja, para cubrir su rostro y se atusó las abarcas para proseguir con su huida. Debía pasar por la calle donde él vivía y fue entonces cuando divisó a lo lejos a su vecino Federico Palma que salía a las cinco como de costumbre para jugar en el casino una partida de damas, y comentar todo lo acaecido en la jornada.
El Abacero, se cobijó en el arco de la calle colindante, esperando que éste se alejara, y siguió su marcha con paso firme hasta la calle principal, la cual lo llevaría a la salida del pueblo. Encontrándose en ésta a Sor Sebastiana, una monja de intachable humanidad, preguntándole de donde provenía el desconocido monje, para darle cobijo en el alberge de la parroquia, si fuera menester.
Abelardo solo quería desaparecer por un tiempo, incluso había pensado no volver jamás, y que nadie pudiera dar con él, si lo encontraban sospechoso que aquel asesinato. Se presentó un aguacero repentino que lo hizo pensar, y decidió ir con Sor Sebastiana al alberge, pues ellos no se conocían personalmente, aunque él había oído maravillas de sus pucheros. Y ella, estaba gustosa de dar posada a un desabastecido hermano de Dios. Camino al alberge, Sor Sebastiana lo interrogaba mientras él hacia oídos sordos e intentaba esquivar las preguntas, haciéndole preguntas a ella, sobre su vida en el convento y por los habitantes del pueblo.
Llegaron al alberge de la parroquia, dejó la acémila atada a un pilar del patio, y el carro lo guardó en el trastero, y la monja le acompaño hasta el comedor para servirle la cena y después le enseño su camastro. No podía dormir, así que decidió asomarse a la ventada, donde puedo ver que detrás del alberge había un camino un tanto peñascoso y estrecho, pero decidió que al amanecer se deslizaría con discreción por ese camino. Después de dar una cabezada, se vistió y salió al patio, forzó la puerta del trastero intentando no hacer ruido y sacó el carro, se lo ató a la mula, abrió el portón de la calle y salió del edificio.
Se introdujo por una callejuela que había entre el albergue y el convento, y prosiguió su camino por aquel atajo, con cautela pero intentando aligerar el paso para huir cuanto antes de aquellas tierras. Por este camino fue a parar al olivar de Don Alejandro Castro uno de los terratenientes más poderosos de la zona, contiguo poseía un grandioso huerto abastecido de los mejores productos ecológicos. Decidió hacer una parada pues se le habían antojado unos tomates frescos. Se apeó de la mula y saltó la valla para coger algunos vegetales de aquel inmenso huerto.
Se encontraba mordiendo una ciruela cuando un señor se acercó por detrás, era el perro fiel de Don Alejandro que pretendía darle una paliza por robar a su señor, cuando al levantarse Abelardo lo reconoció a pesar de llevar años sin verse, era su primo Joaquín. Se saludaron y le preguntó que donde iba con esas fachas, que si se había hecho monje, y este para no contarle lo sucedido le dijo que sí, que estaba recorriendo esas tierras buscando nuevas almas que se quisieran encomendar a Dios.
Joaquín suministró a su primo todo cuanto quiso, creyendo hacer un acto noble, no sabía que alimentaba a un ser despreciable que era capaz de matar. Abelardo le agradeció su acto generoso hacia él, y se despidieron. El monje impostor siguió por la senda, que lo llevaría a cualquier parte lejos de aquel lugar donde nadie lo conociera.
Tras una hora de camino ,comenzó a aflorarle un sentimiento de culpa y decidió hacer una parada, para reflexionar. Pensando incluso volver y entregarse a la guardia para cumplir con su delito. Pero se acordó de un tío suyo Cristóbal Peral que había abusado de una joven labriega, un día cuando pasaba cerca de su casa. Y que tras aceptar su delito lo metieron preso por muchos años, y cuando salió de la cárcel, era un viejo solitario que nadie lo quería ni su propia familia, pues había deshonrado su buena casta. A pesar de que a él no le quedaba familia, no quería correr la misma suerte que su tío, y decidió desayunar, saco del serón un trozo de pan, y le puso aceite y chorizo, además rellenó la bota de vino para beber. Después de comer decidió que cuando se terminara todo el vino que llevaba se volvería abstemio, como primera señal de su arrepentimiento.
Con las ideas más claras decidió seguir, cuando inesperadamente se oye un alarido, provenía de su derecha a lo lejos se podía ver a un niño, que lloraba porque se le había roto la alcarraza, se la había hecho su abuelo para al sacerdote del pueblo y el niño que deseaba descansar de su pesado artilugio, lo rompió al soltarlo en el suelo con una velocidad innecesaria. Abelardo que sintió lastima del niño, se apeó de la acémila y se acercó preguntándole que le pasaba y éste entre sollozos, le contó que su abuelo era alfarero y que le había hecho una alcarraza para Mateo Ortega, el sacerdote, para agradecerle la misa que le había dedicado a su abuela, que había muerto días antes . Y él con su ineptitud había roto tan preciado detalle.
Abelardo consoló al niño lo mejor que pudo, pues él no era persona de arrumacos. Lo convenció para que subiera a la acémila y le acompañara a ver al sacerdote, para contarle que sin querer había roto la alcarraza, y a ver si podía intermediar para que su abuelo no le castigase. El niño guió al abacero hasta la absidiola que se encontraba en lo alto del alcor. El sacerdote estaba en un paraje un tanto alpestre, donde allanaba el suelo, con el almocafre. Se apearon de la acémila y la dejaron a un lado, se acercaron al sacerdote, tenía un aspecto un tanto desaliñado, el pelo canoso y barba de tres días, incluso el alzacuellos lo llevaba sucio. El sacerdote paró de cavar y se incorporó, para averiguar que quería Carlitos el nieto del alfarero y el hombre vestido de monje.
Carlitos le contó que le llevaba una alcarraza, que le había hecho su abuelo, en agradecimiento por la misa tan bonita del domingo en memoria de su abuela. Y que aquel señor se lo había encontrado por el camino y le había acercado hasta la absidiola. El sacerdote le dijo a Carlitos que se podía ir a su casa, que no pasaba nada, que más tarde, él iría para hablar con su abuelo. Y el niño comenzó a correr como si lo persiguieran para azotarlo. Una vez solos el abacero y el sacerdote, éste que no le quitaba el ojo al abacero, pues le parecía un ser aciago. El sacerdote le preguntó de qué monasterio provenía, y éste le dijo que tenía que hablar con él pero con calma y bajo secreto de confesionario. El cura recogió el almocafre y señalo para la absidiola, Abelardo caminaba de tras del sacerdote, se introdujeron en la absidiola a través de una puerta pequeña de estilo gótico, que daba a la parte de la capilla donde el cura hacia su vida diaria. Le ofreció un vaso de vino, para que se lo tomara mientras él, se aseaba un poco, pero el abacero se lo rechazó comentándole que había decidido ser abstemio, entonces el sacerdote le acercó un vaso de limonada.
Preparado para misa de doce, con el alzacuellos bien limpio y almidonado, se sentó en una silla al lado del abacero, y le pregunto que le atormentaba, que se lo notaba por su mirada afligida y que podía hacer él, para ayudarlo. Entonces fue cuando el abacero se derrumbó en un llanto repentino pero constante, que apenas lo dejaba respirar, el sacerdote lo intentaba consolar, pero aquel pecador sabía bien lo que había hecho, y se sentía culpable, tras dos vasos de agua y respirar profundamente, decidió comenzar a contar lo acaecido el día anterior: Comenzó por contarle que él no era monje, que era un abacero que vendía aceite, vinagre y legumbres en su pueblo y que una mañana de un viento más cálido de lo normal, se había levantado temprano, para buscar en el muelle, al pescadero que le había vendido un abadejo el día anterior en mal estado, se ensalzó en una discusión con él. Luego le propinó un par de puñetazos, y uno de ellos lo abatió en su propia barca, le tomó el pulso y dándose cuenta, de que había muerto. Entonces fue, cuando decidió deshacerse del cadáver, lo presiono en la barca con el abaleo que llevaba en el serón de la acémila, y abarrotó la barca de todo cuanto encontró en su camino para disimular el cuerpo luego soltó el amarre, y huyó del lugar.
El sacerdote estaba perplejo, con ganas de delatar aquel asesino, pero estaba bajo secreto de confesión, y le preguntó qué iba a hacer ahora. El abacero se secaba las lagrimas con un pañuelo que él sacerdote le había prestado. Prosiguió diciéndole que se sentía arrepentido, que su error no había sido con alevosía, y que había huido porque tenía miedo. Que quería dedicar el resto de su vida a hacer el bien, y que él se quería quedar en la absidiola para ayudarlo en todo cuanto pudiera, a él y a los necesitados.
El sacerdote se rascaba la barba, mientras se pensaba la situación, decidiendo recoger, a aquel ser arrepentido también hijo de Dios, y que arreglara con buenos hechos, los errores cometidos en el pasado. Lo recogería en un principio como su ayudante pues quería ajardinar los alrededores de la absidiola, de apariencia alpestre.



No hay comentarios:

Publicar un comentario