El grito en el cielo puse un sencillo amanecer, pues mi cuerpo estaba cubierto de pergaminos sin leer. Al despertar estos manuscritos encontré, su rúbrica delataba su proceder, siendo la caligrafía de mi poder. Expresaban toda una vida de sueños, experiencias, pensamientos y lo más importante lo que quedaba por vivir. He tapizado mi cuarto con las letras que aquel día escribí. Para no olvidar los objetivos, ni los sueños por vivir.

jueves, 30 de junio de 2011

LA TACITA DE CHOCOLATE


“No es basura todo, solo para los que lo han tirado”, debió pensar Marcelo que procedía a recoger una mesa estropeada que había tirada en el vertedero, quería arreglarla para su casita de hojalata, vivía no muy lejos del vertedero y él mismo se la había construido. Tenía tablas por paredes y chapa de tejado, incluso había utilizado un somier como cancela. La había construido bien grande, porque a pesar de que vivía solo, algún día quería llenarla de pequeños lechoncillos.

Subió la mesa al remolque, pero antes de irse se dio otra vuelta por allí, y recogió un tresillo y una lámpara. Iba todos los días porque no soportaba que los habitantes de Puerto Pezuña tiraran cosas que todavía podían servir. Y él se encargaba de arreglarlas y darle utilidad, a veces incluso se las vendía a sus vecinos, tenía que montar un pequeño mercadillo donde exhibía los muebles y objetos reformados. Hubo alguna vez que el propietario compraba un mueble restaurado, él mismo, que él había llevado al vertedero.

Marcelo llevó todo lo recogido al trastero, allí tenía su lugar de trabajo, y su centro de inspiración, que consistía en una foto de su cerdita amada pegada en la pared. Era su amor platónico, para él, ella era su musa y le escribía poemas de amor en sus ratos libres. Una vez que soltó los trastos se puso en el escritorio y sacó del cajón una libreta, allí tenía sus primeros poemas, los cuales había decidido dejárselos en la pastelería de la que era dueña esta cerdita, llamada “La tacita de Chocolate”.


Cogió un papel nuevo y traspasó los poemas, los escribió lo más presentable posible, haciendo letras refinadas y bonitas. Luego lo dobló y lo metió en un sobre. Y se fue a darse un baño, y ha acicalarse, para que su cerdita lo viera guapo. Luego se guardó la carta en el bolsillo de la chaqueta, y se subió al coche. De camino a la pastelería vio que la celinda de Doña Casilda estaba rebosante de flores y sobresalían por la cancela. Se acercó y cogió una ramita, y la metió dentro del sobre, y lo cerró.

Cuando llegó a la pastelería, Rosa su cerdita amada, estaba charlando muy amablemente con Andrés Bisonte que era el hijo del señor alcalde, y se acercó al mostrador y pidió Tarta de castañas, y se sentó para comérsela allí mientras vigilaba su rosada muñequita. Una vez terminó, se acercó al mostrador para pagar y mientras Rosa le daba la espalda para darle el cambio, Marcelo sacó el sobre de su bolsillo y lo puso por dentro del mostrador. Luego se fue a casa, a seguir con el trabajo pendiente.

Mientras recogía la pastelería, para tenerla preparada para el día siguiente, Rosa encontró el sobre debajo del plato de una taza de chocolate, y se sentó para descansar por un minuto y para ver el contenido del sobre. Cuando abrió el sobre lo primero que vio fueron las flores, “que fragancia más dulce” pensó, luego sacó el papel y lo desplego encontrándose en él unos versos llenos de palabras de amor.

MI ROSADA MUÑEQUITA

Eres la rosa más bella de este jardín,
Tu nombre bien lo evoca,
Y eso eres para mí.

Tu pelo caracola,
Color del carbón,
Y tus ojos cristalinos,
Tan bellos como el sol.

Mi preciosa pastelera,
Ambrosia creas con tus manos,
No hay cerdita más bella,
En todo el mundo marrano.

Tan dulce como el caramelo,
Tan bella cono olorosa,
Tu sobaco sucio,
Huele mejor que las rosas.


Rosa intentaba recordar quienes habían sido sus clientes en aquella jornada, para encontrar al autor de aquellas preciosas palabras, entregadas bajo anonimato. Pero no llegó a ninguna conclusión relevante, ya que por su pastelería pasaba medio Puerto pezuña cada día, a degustar sus maravillosos dulces con chocolate. Se guardó los poemas en el bolsillo del mandil y siguió recogiendo, cuando terminó se fue a casa.

Marcelo mientras, estaba desmontando el tapizado del tresillo para cambiarle la tela porque estaba destrozada, debió pertenecer a Don Ernesto, un hipopótamo sobrepasado de peso que a pesar de las advertencias de Doña Hortensia que además de ser la doctora del pueblo era su mujer, éste seguía siendo el mejor cliente de La tacita de chocolate, le fascinaba la tarta real y la torta de chocolate, merendaba allí todos los días, incluso Rosa le había puesto un sillón especial para él y acorde a sus medidas. Una vez que le quitó la tela rota, y se disponía a coger la lima para lijar los brazos del tresillo, para luego poderlos cambiar de color. Vio que iban a dar las once de la noche en el reloj que colgaba de la pared, un antiguo cuco, que cuando daba la hora , quien salía era un pequeño grillo que se encontraba habitando el reloj cuando él lo recogió del vertedero. Entonces decidió irse a dormir después de cenar una rica tortilla de bellotas.

A la mañana siguiente cuando tapizaba el tresillo con una tela estampada de flores, después de haberse secado la pintura turquesa, debido a que este color era el que predominaba en el estampado. Sintió una voz proveniente de la calle. Era Rosa su linda pastelera que venía a verle. Cuando la vio aparecer con un vestido rojo pasión y tan alegre, pensó por un instante que había leído los poemas y sabían que eran de él, y venía para contarle de su alegría. Pero no era ese el motivo que la hacía pisar su casa, sino otro. Había oído en más de una ocasión que dejaba como nuevo lo que parecía no tener arreglo, así fue como se decidió ir a buscarlo. Quería que le arreglara un viejo armario de su abuela que tenía en el tratero y que en vez de tirarlo, pretendía dejárselo a él para que se lo arreglara dándole un toque más moderno. Aceptó el trabajo, y quedó en recogérselo en su casa personalmente una vez que ella hubiera serrado la pastelería, y devolvérselo cuando lo tuviera arreglado. Entonces Rosa se fue a alistar los pasteles, y mientras Marcelo siguió con el tapizado.


A la caída de la noche Marcelo tenía preparado el remolque para recoger el armario de la casa de Rosa, cuando al poco de salir de su casa notó que algo le fallaba en el coche, y de repente se paró en seco, Marcelo se bajó del coche y levantó el capó para echar un vistazo, solo eso, porque no entendía de mecánica. Entonces viéndose en esta situación, tuvo que llamar al reno Damián el poseedor del único taller de coches de todo Puerto Pezuña, un poco sangriento pero no le quedaba de otra. Como este tardaría en aparecer para llevarse el coche al taller, decidió ir a la casa de Rosa para disculparse y explicarle lo sucedido.

Rosa vivía en la Avenida Bahía Fresca merecía bien ese nombre, porque cada casa tenía un hermoso aunque pequeño jardín, cada casa tenía una fragancia diferente. El jardín de Rosa estaba plagado de lavanda, “lucen sus flores con la misma belleza que ella, y conjugan perfectamente el color de sus flores con el tono rosáceo de la fachada de su casa” pensó Marcelo que observaba la vivienda desde la puerta, contemplando las abundantes diferencias de su casa a esta.

Luego llamó a la puerta y Rosa salió inmediatamente para recibirlo, lo hizo pasar a la salita para tomar un té de manzana, estuvieron ablando bastante rato, y entre ellos comenzaba a brotar una bonita amistad. Rosa era una cerdita muy sencilla, no tenia prejuicios y sabia reconocer la bondad de los demás solo con tratarlos un par de veces, y a Marcelo ya lo conocía de años, pero no se había acercado a él antes porque no había encontrado una escusa perfecta. Porque Marcelo, le parecía un jabalí muy atractivo, al que le apetecía conocer más personalmente. Había recordado que el día que le dejaron los poemas, Marcelo había estado en la pastelería y que poco antes de que él se acercara a pagarle la tarta de castañas había recogido una taza de chocolate, así fue como tras meditar un poco, se dio cuenta de que había sido Marcelo el de los poemas.

Después del té, Marcelo se despidió y se dirigió camino a su casa antes de que se le hiciera más tarde. Cuando pasó por la Calle Álamo, vio que su coche ya no estaba allí, Damián debía habérselo llevado. Pero estaba tan contento que no le importaba tener que andar un buen trecho hasta llegar a su casa, la noche estaba clara con la luna llena y se divisaba en la lejanía todo el trayecto como si fuera de día. Cuando llegó a casa se puso en el escritorio porque por el camino se le había ocurrido unos versos nuevos.

Que romántica velada de luz plateada,
Prepararía para ti,
Si tú me quisieras,
Porque yo, te quiero a ti.

En una barquita te he de subir,
Pasearte por la bahía,
Y cuando te descuides,
Besar tus labios, color carmesí.

A la mañana siguiente fue a buscar el coche al taller, y Damián le dijo que se lo tendría listo para la tarde. Con esta noticia se fue a casa a seguir con su rutina. A la tarde antes de pasarse por el taller fue a la Tacita de chocolate a visitar a Rosa, para quedar con ella porque recogería el armario esa misma noche.

Cuando llegó la noche se dirigió como el día anterior a la casa de Rosa, esta vez llegó puntual, y Rosa lo estaba esperando, después de subir el armario al remolque, Rosa le invitó a un té de manzana, para charlar con él. Luego se despidieron. Pasados unos días Marcelo había restaurado el armario, y se lo llevó de vuelta a su dueña. Aprovechando el momento que tendría para hablar con ella tranquilamente, para declararle su amor, y desde aquel día pasean por todo Puerto Pezuña su inmensa felicidad, mientras las vecinas cotillas miran a través del cristal.

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