Todo
estaba listo para la llegada de la futura Reina del faro, en el castillo no
faltaba un rincón por adornar de flores, el estanque que rodeaba la entrada
había sido limpiado con esmero, el Rey había ordenado eliminar todos los
renacuajos, las moscas y los mosquitos, no quería que su dulce niña fuera
molestada por ningún bichejo de los alrededores. Los únicos que se salvaron de
la muerte fueron los grillos, apresados para que cantasen canciones de cuna.
El
vigía había dado la señal y las trompetas avisaban de la llegada del carruaje,
abrieron el puente y salieron dos sirvientes a extender la alfombra roja desde
la entrada principal al coche de caballos, para que su esposa no se ensuciase
los pies de barro. El Rey fue a reunirse con sus queridas. La primera en salir
fue Alicia la Reina de Faro luna, El Rey
Augusto la saludó con un beso en la mano como hacia siempre que se
reencontraban en público, preguntó por ella, por la pequeña heredera del trono,
venía en los brazos de la nana que la cuidaría, cobijada en una manta de lana
de borrego montañés.
A
pesar de las esperanzas del Rey por que
el hechizo no hubiese tenido éxito, su hija no era tan fuerte y bella como el
la esperaba. Su menudencia, hacia que sobrasen metros de manta cuando no eran
de gran tamaño, tenía una cara muy pequeñita, redondita cual naranja y
blanquita, no se sabía aún de qué color tenía el pelo puesto que no tenía uno
para analizarlo. Aproximo su mano para tocarla, era hija suya a pesar de todo,
le rozó uno de sus carrillos con ternura y ella abrió los ojos para mirarlo,
había despertado del sueño profundo en el que se había sumergido durante el
trayecto, ni el traqueteo del coche había conseguido despertarla.
-Querida Camila, me alegro de conocerte.- Le susurro para no asustarla con su voz grave, quería que poco a
poco lo fuera conociendo para que así no llorase, ella lo miraba fijamente tan
extrañada por su presencia como el de su aspecto. La nana le pareció demasiado
joven, inexperta para cuidarla, pero la Reina lo convenció al explicarle que
ella no tenía pecho para darle, que la escogió porque amamantaba a otros bebes
en su aldea tras perder al suyo propio, y que la niña quedaba satisfecha
después de cada toma.
Su
alcoba era la más cercana a la de la Reina y digna de su título, engalanada
hasta el último detalle por orden del Rey que ilusionado esperaba a su
primogénita. Las paredes habían sido cubiertas con las mejores telas de
colores, así el ladrillo del castillo estaría más reservado del frio. Las
cortinas eran de satén rojo recogidas con unas tiras de encaje blanco, el suelo
estaba cubierto de alfombras para que pudiera gatear cuando fuese más grande.
La cuna de madera de nogal mecería su cuerpecillo para que durmiese en el
colchón mejor mullido de lana.
Tendrían
que pasar varios años para que la cuna se quedase pequeña. Al llegar su quinto
cumpleaños le regalaron una cama blanca de forja, un nuevo colchón, muchos
vestidos, y juguetes, pero no se encontraba satisfecha, había algo que le
hubiese gustado mucho más, lo había odio mencionar pero no sabía cómo era y en
palacio no había ninguno. Sentía cuantiosa curiosidad por mirarse en un espejo.
Triste pidió a la nana que la acompañase al faro, quería subirse en su taburete
y ver los barcos.
Los
pesqueros atracaban en el muelle, las gaviotas buscaban sus presas de media
tarde y ella se sentía apresada como los peces en sus redes. Notaba por los
demás que algo extraño pasaba, no podía salir del castillo y no la dejaban
asistir a las fiestas, encerrada en su cuarto debía de permanecer siempre que
asistiese alguien extraño. Su nana era para ella algo más que eso, no solo la
cuidaba y velaba por su sueño, también le proporcionaba algo que sus padres
conforme fue creciendo dejaron de darle, cariño, solo pedía eso.
Sus
padres habían intentado en varias ocasiones tener más niños, para darle un
hermanito le decían a ella, pero el motivo principal era buscar un bebe bonito
al que mostrar a los demás nobles. Pero el hechizo no solo condicionó al bebé
que esperaba, también produjo fetos débiles que nunca llegarían a nacer.
Un
día jugaba con la nana lanzándose una pelota de trapo hasta que resbalándose de
las manos de Camila rozó la pared y un pequeño clic sonó detrás de las telas
que rodeaban el cuarto de la pequeña princesa. Le pidió a su compañera de
juegos que la ayudase a tirar de las telas sujetas a la pared, consiguieron
quitar bastante como para poder ver que tras ellas había algo oculto, un
pasadizo. La niña cogió una vela del candelabro de la cómoda y se adentró en la
oscuridad, temerosa por lo que pudiera pasar la nana pedía que aguardase, pero
ella no la quiso escuchar.
Prosiguieron
hasta encontrar más pasadizos, la nana insistió en volver, pero a Camila por
momentos le aumentaba la curiosidad y se negó, giraron a la derecha donde encontraron
dos puertas una frente de la otra, y al final una especie de mirilla. Pidió que
la tomase, quería asomarse, la rejilla daba al pasillo justo enfrente del
despacho del Rey. Iluminó a una de las puertas, -¿Cómo se abrirá esto?-
preguntó. –Volvamos es la hora de la cena- contestó la nana. Camila miró las velas y
asintió con la cabeza, estar allí le pareció arriesgado, se podían quedar sin
iluminación y sus padres se extrañarían de que llegasen tarde al salón.
Al
llegar a la habitación, la nana se dio cuenta de que la niña se había ensuciado
el vestido al rozarse con las paredes polvorientas, fue al armario y sacó uno
limpio, le ayudó a ponérselo y la acompañó al salón. La mesa estaba servida y
los Reyes esperaban impacientes a su hija que llegaba diez minutos tarde. Le
preguntaron por el cambio de vestimenta y por tu tardanza. –Derramé cera en
mi vestido mientras jugaba, y no encontraba una lo bastante bonito-
Explicó.
Más
tarde ya en su cuarto la nana le riñó por su embuste y le dijo que no quería
que volviese al pasadizo que si lo volvía a hacer se lo contaría a sus padres y
la castigarían. Amohinada se quedó dormida, ella quería ver algo más que las
paredes de piedra del castillo, y no se conformaba a las vistas marinas desde
el faro. Le parecía interesante la forma que tenían los pescadores de coger los
peces, y de cómo se movían para escaparse, pero eso le parecía poco, ella
quería ver más allá.
A la
mañana siguiente nada más abrir los ojos ya estaba lista para seguir con su
andadura. Aún era temprano, al menos no su hora habitual de levantarse,
quedaban varias horas para que su nueva profesora viniese a palacio. Sus padres
creían conveniente que comenzase a estudiar idiomas, geografía, matemáticas,
literatura… todo lo que una Reina debía de saber. Su nana desde muy pequeña le
enseñó las primeras letras, y poco a poco a leer y a escribir, de cuentas solo
a sumar y a arrestar.
Se
puso una bata y movió el trozo de tela que ocultaba la puerta para el
pasadizo, rebuscó con su pequeña mano
entre los ladrillos hasta que encontró un saliente en uno de ellos y apretando
se abrió, cogió una vela y prosiguió con su aventura hasta llegar donde el día
anterior lo había dejado. Iluminó buscando una similitud, todas debían de
abrirse de la misma manera y así fue, encontrando el ladrillo amañado abrió
otra puerta. Ya sospechaba que esta diese al cuarto de sus padres, sin
inmutarse volvió a cerrar, no quería que la castigasen y sus padres aún
dormían.
Siguiendo
el orden, la siguiente puerta debía de dar a la habitación principal de
invitados, allí se alojaban sus abuelos cuando venían de visita. Con paciencia
contemplaba la estancia, no la recordaba tan grande, tal vez porque la abuela
siempre traía muchos baúles llenos de vestidos, zapatos y joyas. Las criadas
habían limpiado días antes, eso indicaba que pronto vendrían. Las sabanas que
ocultaban los muebles estaban quitadas y el suelo había sido encerado. Se sentó
en la silla del tocador, el espejo al igual que en todo palacio estaba quitado
y mas parecía una mesita de escritorio que otra cosa. Lo recordaba más bonito,
tal vez fuese porque la abuela siempre solicitaba que pusiesen encima un jarrón
de flores, además, de todos sus perfumes y ese pequeño baúl donde guardaba las
joyas.
Escuchó
pasos, las criadas se acercaban, antes de irse su intuición la premió con un
impulso, abrió el único cajón del tocador que se resistía a ello, estaba algo
atascado. Sonriente salió corriendo para esconderse en los pasadizos, no antes
de llevarse algo que andaba buscando. Volvió a su cuarto, se sentó en la cama y
quitó la funda que ocultaba un espejo de mano. Lo levantó a la altura de su
cara, por fin podría saber qué aspecto tenía, su cara, al igual el resto de su
cuerpo era muy blanca, tenía algo que llamaban pecas por toda la cara, los ojos
muy redondos y negros como la oscuridad, le brillaban vivamente mientras se
miraba, su nariz y su boca muy pequeñitas, y rosadas como sus mejillas. Lo que
no acababa de entender era el color zanahoria de su pelo, siempre lo llevaba
recogido. Sus padres eran morenos de tez y de pelo - ¿A quién habré salido
yo?- Se preguntaba ella cuando la nana apareció por la puerta.
Al
pillarla de improviso no le dio tiempo de guardar el espejo, le preguntó de
dónde lo había sacado y ella dio la callada por respuesta. Le ayudó a vestirse,
le puso un vestido nuevo que la Reina había encargado para la ocasión, desde
que llegó a palacio tras su nacimiento en casa de los abuelos, la niña no había
sido presentada a nadie. Quería que la profesora venida desde el extranjero se
llevase una buena impresión.
Tras
desayunar la llevaron a la biblioteca donde la esperaba Elena la nueva
profesora. Ya había dejado sus pertenencias en su dormitorio, en la zona del
servicio. Había desayunado en la cocina y con la mesa dispuesta de libros hacia
tiempo contemplando las vistas desde la ventana. Ya le habían explicado para
que no se extrañase del tamaño de Camila, nada más verla se acercó a ella, se
agachó y le hizo una reverencia. -Encantada de conocerla, princesa- dijo
dulcemente. A la niña le gustó, se la había imaginado de otra manera, por todos
los cuentos leídos sabia que las institutrices tenían fama de gordas, feas y
malvadas.
La
nana al ser el primer día se quedó con ellas, cogió un libro y se sentó en un
cómodo sillón orejero, así las tendría vigiladas además de descansar un poco de
sus obligaciones. La profesora comenzó por ponerla a leer, tras las primeras
letras escuchó un carruaje, cascos de cuatro caballos. El sonido era conocido,
dio un salto de la silla y salió corriendo. Ambas se quedaron con la palabra en
la boca llamándola, pero no les izo caso, y siguió hasta llegar a la entrada
del castillo, venían sus abuelos.
Se
abalanzó a los brazos de su abuela como ya era habitual cada vez que venía,
llevaba desde el verano pasado sin verlos. El abuelo estaba más envejecido que
nunca y usaba una especie de bastón muy largo y dorado. - ¿Por qué llevas
este palo tan largo y brillante?- preguntó Camila. –Es el bastón del
jubilado del club de ajedrez, te lo regalan cuando cumples ochenta años y uno
más joven te gana por primera vez- contestó orgulloso de su afán como
ajedrecista. –Pues yo quiero aprender y que me den uno de estos- contestó
la niña. –Te enseñaré durante los días que estemos en Faro Luna-
prosiguió el. Los Reyes que también salieron a recibirlos mandaron a la pequeña
princesa de regreso a la biblioteca, a seguir con su lectura hasta la hora de
comer.
Del
salón pasaron a la sala principal a tomar café, a ella le ordenaron que fuese a
su cuarto a dormir la siesta antes de su clase de equitación. La nana cerró la
puerta con pestillo antes de irse. La niña bostezó varias veces y se hizo la
dormida, cuando ya no escuchaba pasos se levantó de la cama y salió por el
pasadizo. Se adentró mas allá de lo que ya conocía continuando todo recto. Si
aquello seguía un orden, en el cuarto pasillo a la izquierda encontraría la
sala donde se habían quedado charlando.
Pegó
la oreja al ladrillo, pero no escuchaba nada, era demasiado gordo como para
dejar pasar algún sonido. Una pequeña luz entraba por una rejilla, pero ella no
alcanzaba a asomarse. Volvió corriendo al cuarto a por el taburete del piano,
quería saber de sus conversaciones cuando ella no estaba presente, y pronto el
abuelo cuando terminase su café y su puro iría a acostarse como de costumbre. A
pesar de haber ganado cincuenta centímetros sus ojos no llegaban a ver la
escena, pero levemente podía escuchar lo que se decían.
Pasados
unos minutos volvió corriendo a su cuarto y se metió en la cama llorando, ya sospechaba
ella las cosas feas que decían a sus espaldas. A pesar de que los abuelos
defendían la postura de que ella debía de reinar algún día en Faro Luna sus
propios padres cansados de intentar tener más hijos preferían que su sobrino
Hernán hijo de su hermana fuera el próximo Rey. Escuchó que alguien abría la
puerta, se tapó la cabeza para que no la viesen llorar, era la nana que venía a
vigilar su sueño. La destapó y vio sus ojos llenos de lagrimas, se abrazó a
ella, su cuidadora estaba al tanto de todo lo que ocurría en el castillo, los
sirvientes también cuchicheaban cuando ellos no estaban.
Miró
para el piano de pared y vio que el asiento no estaba, le preguntó a la niña y
ella sin decir nada giro la vista para donde se ocultaba el pasadizo. Le pidió
que le abriese la puerta, y que la acompañase a donde lo había dejado. Lo cogió
y lo llevó de vuelta a su sitio. Después de ayudarle a ponerse una vez más el
vestido le pidió que la acompañase a dar un paseo por el jardín. Se sentaron en
el merendero de las rocas, las vistas del mar eran aún mas relajantes que en el
faro, las barquillas flotaban en la orilla y algunos niños se bañaban en la
playa. Camila los miraba con tristeza, no entendía que tan horrible tenía ella
como para que sus padres no la quisieran, y la ocultasen del resto del
mundo. Incluso los hijos de los
pescadores parecían mucho más felices que ella.
La
profesora ensillaba al caballo con el que viajaba por todo el mundo, se había
colocado el traje de montar y se había recogido su largo cabello negro en una
trenza. Zacarías que así se llamaba el animal se mantenía quieto y sosegado
mientras que ella le acariciaba sus crines. Uno de los mozos del castillo sacó
a Indiana de las caballerizas, el poni que tiempo atrás le habían regalado a
Camila. A pesar de su poca alzada tuvo que ser ayudada por la profesora para
poder montar.
Dieron
largos paseos por los jardines hasta que la princesa cansada se ver siempre el
mismo paisaje le pidió a su profesora seguir con el paseo fuera de palacio.
Antes de llegar ya le habían informado los Reyes de las condiciones en su
trabajo y de que le estaba terminantemente prohibido salir de las
inmediaciones, a no ser que fuese para no volver. Su primera clase de
equitación no le había parecido del todo desagradable, cuando vio al colorido
poni el día que se lo regalaron relinchando y dando pingos se asustó mucho pero
tratándolo con dulzura era muy agradable pasear junto a el, por fin había
descubierto algo que le gustaba.
Diez
años más tarde había cambiado a Indiana por Luna, una yegua blanca de crines
plateados. Habían pasado los años pero ella seguía necesitando la ayuda de un
taburete para poder montar a caballo. Al llegar al metro de estatura había
dejado de crecer, para entonces a pesar de seguir pareciendo una niña, había
madurado en cuerpo y mente. Ella misma había cambiado la decoración de su
cuarto quitando todas las telas coloridas, la alfombras que mullían el suelo,
las cortinas recargadas de encajes, no quería tanto adorno textil. Con tanto
tiempo libre y encerrada en palacio, desarrollo varias facetas, entre ellas
afianzo su forma de tocar el piano, sus dedos recorrían las teclas con dulzura
emanando de ellas melodías de ensueño, aprendió todo lo que su profesora le
quiso enseñar de historia, literatura, matemáticas, idiomas, etc. Un día
sentada en el faro buscó papel y lápiz y comenzó a dibujar, sus primeros trazos
delataban inexperiencia pero con el paso del tiempo usando color y paciencia
consiguió pintar cuadros exquisitos, paisajes del mar, de los pescadores, de
sus hijos que crecían, de las rocas y sus bichejos, de todo aquello que sus
barreras le permitían admirar.
La
nana le seguía llevando al merendero el té con pastas como acostumbraba a tomar
desde que su profesora Elena se lo aconsejó, cada día lo tomaban las tres
juntas contemplando las vistas, charlaban entre ellas de arte, de libros y
poesía. Sus padres mientras tanto inmersos en sus obligaciones sociales, los
abuelos cada vez la visitaban menos, pero ella seguía practicando el ajedrez
para cuando volviese a verlos.
Un
carruaje se aproximaba a gran velocidad desde el camino, los pájaros que
buscaban alimento en el suelo volaban asustados, el polvo levantado ensuciaba
el paisaje que pintaba Camila con acuarelas. Siguió con sus vivos ojos la dirección
del coche de caballos, los criados descendieron el puente, se detuvo en la
puerta de palacio, los padres salieron a recibir al joven que bajaba del
carruaje. Ella extrañada, fue a informarse, entró por la puerta del servicio,
siguió hasta la biblioteca y abriendo la puerta del pasadizo fue a escuchar por
la rejilla que daba a la sala principal.
Ella
no estaba informada de ninguna visita y siempre lo hacían para que no
interrumpiese. Subida en un taburete asomó sus ojos por la rejilla, ella no lo
conocía, sería pocos años mayor que ella, su cuerpo estilizado y arrogante se
había sentado en uno de los sillones frente a sus padres. Charlaban de forma
afable, parecían tener confianza, conocerse. Una de las criadas entró para
servir café y el Rey le ordenó que arreglara de inmediato el cuarto de
invitados. Luego lo acompañaron a dar un paseo por palacio.
CONTINUARÁ
………………………
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