Caminaba a largos pasos, la noche misteriosa me acechaba con sus interrogantes misterios. Miraba para todas partes mientras diversos ruidos llegaban hasta mi. Sola, recorría una triste carretera sin rumbo fijo, sin casa a donde ir buscando únicamente un refugio para dormir. La mochila me pesaba más de lo normal, sin estar llena de nada apenas podía con ella. El cansancio era superior a mí, apenas había comido en todo el día. Una amable tendera me había regalado un bocadillo de mortadela y una lata de refresco, luego me marche de la tienda agradeciendo su considerable gesto. No todos tienden la mano al pobre, son más los que acostumbran a apalearlos, no quieren gente que afeen sus calles o sus parques. No saben que todos nacemos pobres y con la manos vacías, unas manos inocentes que esperan el alimento y el cariño de quienes los reciben, así somos todos hasta que el camino se no tuerce, y dejamos de ser adorados para convertirnos en despojos.
Hacía
una hora que no pasaba ningún coche por mi lado, no había manera de hacer
autoestop, y el alberge más cercano se encontraba a tres horas de camino como
mínimo. Me había dado la noche en mitad de la nada. Apenas había luz, y la
linterna que llevaba en la mochila hacía tiempo que no tenía pilas. Dejé la
carretera tan triste y solitaria como un cementerio, y continúe por un camino
de tierra. Apenas había arboles por aquella zona, pero en la oscuridad de la
noche pude entrever una encina. Me acerqué a ella y me senté bajo sus ramas,
saqué un jersey de lana de la mochila y me lo puse, la noche estaba muy fresca
aunque por la caminata no lo había notado.
Me
acomodé en el suelo todo lo posible, su
tierra era tan suave que parecía arena. Puse la mochila bajo mi cabeza y me tapé
con una pequeña manta de viaje. Ahora el silencio rodeaba todo el campo, unas
pequeñas luces en la lejanía indicaban los lejos que me encontraba de la
población, cerré los ojos para olvidar todos los estragos vividos, para
intentar dormir.
Apenas
concilié el sueño cuando las pesadillas invadieron mi mente mientras dormía, de
pronto volvieron a ella todas las imágenes que quería borrar. Un ruido me
alertó de que no estaba sola, miré para todas partes y no vi a nadie. Se volvió
a escuchar el arrastrar de unos pies, y al mirar al frente, vi como una luz
caminaba lentamente hacia mí.
La
miré fijamente, no parecía que nadie la sostuviera, pero los pies se sentían
cada vez más cerca. ¿Quién anda ahí? Dije con voz temblorosa, había
recorrido mucho camino, mucho mal de la vida, pero dentro de mi llevaba aun
mucho miedo. Mientras la luz se acercaba me sobrevino uno olor pestilente, como
a podrido, pensé en algún riachuelo cercano, en las cañerías del pueblo.
Me
puse de pie, y sujeté la mochila con la mano izquierda mientras que con la
derecha rebuscaba en su interior, en alguna parte, en alguno de sus bolsillos
tenía una navaja. Por fin la encontré, la abrí y la puse al frente amenazante
mientras me colgaba de un hombro la mochila. No veía nada ni a nadie, solo que
en la oscuridad de una noche de otoño una solitaria vela estaba cada vez más
cerca de mí.
El
hedor era cada vez más contundente como si acompañara a la luz. ¿Quién anda
ahí? Volví a preguntar, esta vez con la voz menos temblorosa, la navaja me
daba la confianza y la fuerza cuando la necesitaba. Se detuvo a dos metros de
distancia, y volvió el silencio para ser roto por una única palabra, Ayuda,
dijo una voz masculina casi sin fuerza, como el susurro de un moribundo.
¿Quién eres? ¿Qué te ocurre?
Dije mientras observaba la extraña situación que vivía, la vela parada en el
aire, como si alguien de un metro sesenta aproximadamente la tuviera entre una
de sus manos, no iluminaba a nadie, solo dejaba entrever unos forrajes secos
del suelo. Apareció una suave brisa, y con su fresco se llevó el peste y apagó
la vela. Me mantuve de pie mirando fijamente, pero aquello se había marchado.
Me
agaché ligeramente para recoger la manta y la guardé en la mochila, me la
colgué debidamente y comencé a caminar hacia la carretera sin soltar la navaja,
la empuñaba en la mano derecha con tanta fuerza que casi me dolía. Una vez en
el asfalto seguí el camino establecido. El sueño no me permitía dar pasos
largos, estaba cansada y asustada después de las circunstancias, temía no haber
ayudado a la voz que lo solicitaba, me sentía desconcertada.
Daban
las seis de la mañana en el reloj de una pequeña plaza. Me dirigí a una fuente
central y bebí un poco de agua, luego saqué una botella de la mochila para
llenarla, después la guardé, y mientras la cerraba vi un banco donde descansar.
Me acomodé igual a la vez anterior, solo que esta vez las tablas del banco se
me clavaban en las costillas. Un rayo de sol calentaba mi rostro cuando un
ruido aparatoso me despertó, tras de mí una mujer de mediana edad levantaba la
persiana de su negocio. La miré sin ganas, me sentía cansada, tenía hambre y la
manta no abrigaba lo suficiente. Quise regodearme un poco y mantener la misma
posición durante una rato mas, pero la señora vestida de lujosos trapos me
increpó, no quería ante su peletería una apestosa indigente, esas fueron sus
palabras. Recogí mis cosas y me acerqué a un señor que salía de un bar, le
pregunté por el alberge que dirigía el párroco del pueblo, y me indicó su
dirección. Cuando llegué el cura se encontraba en la iglesia, daba una misa de
difuntos, me senté en el último banco, el único que estaba solo, no quería
provocar otra reacción como la anterior. Esperé a que todos salieran de la
iglesia para acercarme al párroco, una vez en su presencia solicité hablar con
el. Nos sentamos en un banco y mientras me observaba detenidamente comencé a contarle
mi vida, mi apesadumbrado recorrido en ella, y la extraña situación vivida en
el trayecto.
Algunas
lagrimas improvistas salieron de mis ojos, yo pensaba que se habían secado, que
los remordimientos por haber abandonado a una madre enferma, haberla robado
para consumir estupefacientes y haber negado de ella cuando solicitaba mi
presencia en su último resquicio de vida habría sido suficiente para secarme
por dentro. Pero no fue así y tras haber llorado trágicamente durante tanto
tiempo aún brotaban sin consuelo.
El
cura me extendió su mano con un pañuelo, me sequé los ojos y después me
acompañó hasta el comedor social. Allí me dejó en compañía de una joven
voluntaria que me sirvió un tazón de leche caliente y unas tostadas con
mantequilla. Tras el desayuno otra mujer me acompaño hasta una habitación, en
ella guardaban la ropa donada a la iglesia, me ayudo a buscar algo de ropa
limpia, y me mostró el baño.
El
agua caliente hizo que mis huesos se reconfortaran después del frio, la ropa
olía a suavizante, y me encontraba limpia después de varios días sin ducharme.
Cuando me desenredaba el pelo apareció de nuevo a mi mente el susurro quejoso
que acompañaba a la vela. El cura dijo que eran cosas de mi mente, que las
producía el sueño, pero sabía que todo era verdad.
Me
quedé durante una semana en el pueblo, en el albergue me encontraba limpia, me
daban de comer y dormía caliente, pero no podía estar allí siempre. Pegunté por
varios establecimientos si necesitaban gente, pero todos me negaron el trabajo
incluida una peluquería donde anunciaban un puesto para lavar cabezas. La
propietaria me rechazó sin escuchar mis referencias, dijo que seguramente
tendría piojos.
Sin
oportunidad de trabajo había llegado el momento de marcharme, me encontraba organizando
mi mochila cuando llegó el cura impidiendo mi viaje. Después de contarle la
historia de la vela y el susurro llegó a recordar una antigua leyenda de la
zona, donde contaban que unos gamberros quedaron a las afueras del pueblo para
gastarle una broma al sereno, estos incendiaron la zona. Al parecer el sereno
antes de avisar para apaciguar el incendio fue a comprobar que existía, y que
el joven que fue con el aviso no le engañaba. Al llegar lo estaban esperando,
uno de ellos se había escondido entre el ramaje de un árbol y solicitaba ayuda
como si realmente se quemara. Él, que no lo pensó un instante saltó entre las
llamas para socorrerlo sin salir de ellas con vida. Los jóvenes más tarde
avisaron del incidente sin contar realmente que ellos tenían la culpa, en el
lugar exacto donde sucedió, más tarde sin ser sembrada por nadie creció una
encina.
Tras
averiguar el misterio decidí igualmente marcharme cambiando únicamente el
recorrido y retornar un poco mis pasos. Con la mochila a cuestas salí a primera
hora de la tarde para llegar al lugar del accidente, quería examinarlo con mis
propios ojos a la luz del día. Esta vez recorrí el camino en dos horas y media.
Desde la carretera observé todo lo que expresaba el paisaje. En la oscuridad,
los ruidos lo llenaban todo de vida, pero a plena luz era más triste. Caminé
hasta la encina, observé minuciosamente cada detalle, y esperé a que llegara la
noche. Pasadas las doce y media el silencio fue roto por los pasos de la vela,
en la lejanía podía observar cómo se acercaba cada vez mas. Sé quién eres,
le dije, Y yo quien eres tú, contestó antes de que la vela se apagase.
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