Había
llegado la tarde y aún no había encontrado el momento de leer la libretita, los
tréboles estaban regados y escondido bajo unos matorrales cercanos al río abrí
mi ansiado tesoro. Sus pastas ocultaban un fina caligrafía, más apropiada de un
instructor que de un niño.
“Hace dos días que estoy aquí, tengo miedo de ese señor barbudo, me
aterroriza su voz pausada y me desagrada su mal aliento. Nada más llegar me ha
amenazado con castigarme si no me porto bien. Este lugar es muy bonito, pero no
puedo disfrutarlo, me ha ordenado una serie de tareas que me harán estar
ocupado todo el día.
Dice que ahora soy un duende, que otro ocupará mi lugar, pero yo no
quiero estar aquí, quiero volver a casa, con mis padres y mis hermanas, y con
zarco mi perrito salchicha. No entiendo nada, mas parece un sueño, una
pesadilla que nunca acaba, mi único consuelo en este momento es mi compañero.
Luis es un duende autentico, de los pocos que quedan por aquí, con
su amabilidad intenta hacerme las cosas más sencillas, quiere que me adapte
pronto, dice que será lo mejor para mí, que me resigne a este colido mundo
donde apenas hay tiempo para el descanso.”
Cuando
mas entusiasmado estaba tuve que dejar la lectura, entre los forrajes vi como
Eliseo caminaba por la senda camino al campo de tréboles. Inmediatamente me
puse en pie, me acerqué a los tréboles y cogí la azada para labrar los surcos.
Eché un vistazo a mi bolsillo, una esquina de la libretita se asomaba levemente
e inmediatamente le empujé para que no se viera.
-Deja todo lo que estás haciendo y ven conmigo. Ya recogerás
luego.- Ordenó Eliseo.
-¿Dónde vamos? ¿Qué pasa?-
Pregunté asustado.
-Mañana tenemos la primera entrega de galletas El duende, y faltan
manos para empaquetar.- Contestó.
-¿Quién
comprará las galletas? Además de Máncalo solo he visto duendes y nosotros no
tenemos dinero, solo monedas falsas para incautos.- Dije mientas
caminábamos hacia una senda desconocida para mí.
-Como
solía decir mi abuela “La curiosidad mató al gato” y eso nos ha pasado a
nosotros. Ahora sabemos, que nadie da nada, sin esperar recibir algo a cambio.
Pagamos con nuestro trabajo no envejecer y estar en un lugar tan maravilloso
como este. – Confesó Eliseo un tanto emocionado.
-Yo
preferiría estar en mi casa con mi familia, e incluso me apuntaría a las clases
de natación que no quería, con tal de estar en casa. No sé cómo te has
acostumbrado a esto. ¿Si pudieras elegir no te gustaría volver? ¿No eras feliz
en casa?- Dije.
-Eso
ya no importa, no hay vuelta atrás, esto es lo que nos queda, trabajar. Y ahora
vamos, que no llegamos a tiempo.- Contestó.
-¿De verdad no se puede salir de aquí? ¿No te gustaría?- Insistí.
-Ya vale, resígnate a vivir así, que no hay de otra.- Dijo con tono de enfado.
-Tengo una pregunta mas, ¿Por qué no hay niñas duende?- Dije.
-De haberlas se llamarían Duendelinas. Hace muchos años cuando yo
llegué había dos, pero Máncalo las mandó de vuelta a casa y desde entonces no
han llegado más. Las consideraba débiles y lloronas, una de ellas era muy
delgada tanto que parecía que se fuera a desmallar en cualquier momento, y la
otra solo paraba de llorar a la hora de comer.- Explicó.
-Pues me parece un gesto muy machista, si hubiera Duendelinas todo
sería diferente. Estoy seguro que no se hubieran conformado a esto, que se
habrían apiñado hasta acabar con este colorido lugar.- Repliqué.
-Sin duda, mi abuela era una de esas mujeres, sabias como pocas,
que cuando encontraba algo injusto ponía en revolución a todo el mundo hasta
conseguir su cometido, pero como solía decir ella “Donde manda patrón no manda
marinero”. Vamos entra.- Dijo mientras
abría la puerta de un almacén.
Los
duendes trabajaban intensamente en el empaquetado de galletas, mientras unos
armaban las cajas, otros las rellenaban y el resto las envolvía. Al fondo del
almacén algunos duendes preparaban la masa para la elaboración de mas galletas.
A mí me tocó en el último grupo, donde debía de conseguir que el papel
trebolado estuviera perfectamente adherido a la caja.
Esa
tarea me era realmente satisfactoria, me recordó a mis compañeros de colegio, a
cuando tuvimos que envolver cajas para ponerlas bajo el árbol de navidad para
la representación del teatro navideño. En aquellos días previos echaba carreras
con Gerardo, ahora todo es obligatorio y mecánico.
Pasé
el resto de la tarde en almacén hasta llegar las diez de la noche. Para
entonces la furgoneta que iba a trasportar las galletas estaba preparada. En
ella destacaba un gran letrero que decía “Si comes Galletas el duende
pasearás por el arcoíris libremente y cual duende vivirás en un mundo de
color”, no pude resistir la risa después de leerlo, me pareció muy
sarcástico.
-¿Quién entregará las galletas? ¿Máncalo?- Le pregunté a Eliseo camino a casa.
-Lo haré yo- Contestó.
- Pero si los niños no pueden conducir, ¿Cómo vas a llegar a los
pedales? Además te detendrían. –Dije.
- No será la primera vez que salgo de Duendelandia, yo soy el
encargado de hacer las entregas, ya sea de calzado, de galletas o de perfume.
Cuando tengo que salir Máncalo me rocía con polvo de oro de su saquito y me
transformo en un joven normal y corriente.-
Dijo.
- ¿Pero también se hace perfume? ¿ Y por qué del saquito de
Máncalo?- Pregunté.
-¿Para qué crees que sirven los tréboles que cultivas? Con el maíz
fabricamos galletas, y con los tréboles perfume, y los materiales para el
calzado lo compramos. Y solo Máncalo tiene la posibilidad de convertirme en
adulto. Mi polvo de oro es más débil y solo sirve para menudencias.- Contestó mientras entrabamos en casa.
Si
lo que decía Eliseo sobre el polvo de oro era cierto para poco me serviría el
que había robado del saquito de Luis, pero aún así lo conservaría por si acaso.
Antes de dormir estuve leyendo en el
cuarto de baño durante largo rato, me excuse diciendo que tenía el vientre
suelto.
En
la paginas siguientes no encontré nada importante, solo explicaba a modo de
diario lo que le iba sucediendo. Como los días no son más que una serie de
situaciones repetitivas, levantarse temprano ir a trabajar y acostarse pronto
para al día siguiente volver al trabajo.
Cuando
salí del baño, Eliseo ya dormía, me arrodille y escondí la libretita por el
lado contrario a donde dormía el. Luego me acosté y dormí profundamente hasta
casi legar la mañana, me desperté antes de tiempo, una idea había surgido en mi
cabeza mientras dormía, ahora tenía una oportunidad para escapar de allí.
Me
quedé un rato más en la cama, me hice el dormido cuando Eliseo se levantó, me
llamó antes de irse, él debía de salir antes de tiempo para repartir las
galletas. Nada más salir por la puerta di un salto de la cama, las sabanas
ocultaban mi vestimenta. Me asomé a la calle, no había nadie, todos dormían.
Aligerando
el paso llegué hasta el almacén, entre sigilosamente, Eliseo y Máncalo
charlaban en el fondo. Aproveche la ocasión para abrir las puertas de atrás de
la furgoneta y me colé en su interior. Al rato el vehículo comenzó a moverse.
Pasados
unos quince minutos la furgoneta se detuvo, empujé la puerta para salir de
allí, pero Eliseo debía de haberle puesto el candado antes de subirse porque la
puerta no se abría. No me quedó más remedio que esconderme tras una de ellas y
esperar el momento de que abriera.
Escuché
pasos, y quitar el candado, luego abrió la puerta de su derecha, y cogió varios
paquetes de galletas, cuando se fue, salté y salí corriendo, no sabía en qué
sitio estaba, las calle era desconocida para mí, pero al menos tendría la
posibilidad de encontrar a mis padres.
-¡Joven, que se le escapa el niño! - Dijo un señor mayor cuando rodeaba la esquina.
Inmediatamente
Eliseo convertido en un muchacho de unos treinta años se acercó a mí, le
agradeció al hombre su gesto y me llevó a la furgoneta casi arrastras, me
quejé, pataleé, y dije a gritos que aquel joven era un duende, pero los
presentes se rieron de mí.
El
resto del trayecto fui de copiloto. Eliseo me había atado los pies al sillón y
desde esa posición fui testigo de algo que hubiera preferido no ver. Antes de
terminar pasó por la puerta de mi casa, estábamos cerca y aprovechó para herir
mis sentimientos. Mi padre abrazaba al duende impostor después de que hubiera
colado la pelota en la canasta.
Se
le veía contento y orgulloso de su hijo, pero no era yo el que jugaba. Lo llamé
a gritos, a él y a mi madre que sacaba a pasear a Pirata, pero ninguno me
escuchó, Eliseo se reía descaradamente, y yo no pude resistir las ganas de
llorar.
Después
llegamos a un descampado, allí terminaba una parte del arcoíris, la otra
estaría embelesando algún niño para caer en sus redes. Nos dirigimos hacia el
arcoíris y acabamos otra vez en Duendelandia, ese lugar de color y vida pero no
de felicidad, solo de desesperanza.
Me
desató después de llamar a Máncalo para contarle lo que había hecho, luego
agarrado del chaleco me llevó hasta su casa, abrió la puerta de la jaula que
colgaba del árbol donde los chirriantes pájaros anidaban, después me encerró.
Antes de irse me dio una buena reprimenda y me advirtió de que la próxima vez
el castigo sería peor.
Los
pájaros revoloteaban cerca de la jaula, algunos se posaban en ella para
picarme, pero cuando lo hacían me encogía todo lo posible y balanceaba la jaula
igual que un columpio, así me mantuve varias horas hasta llegar la noche. Para
entonces varios compañeros habían pasado por allí, incluido Eliseo.
Parece
ser que a Eliseo le gusta trabajar para Máncalo, lo tiene totalmente dominado,
tanto que ha perdido la ilusión por volver a su casa. Solo cumple estrictamente
con las ordenes sin más intención que la de seguir adelante. Me pregunto si a
pasado cerca de su casa para comprobar como nadie lo echa de menos, ya que
nadie sabe que se ha ido.
Sentado
en la jaula observo como todo el mundo duerme incluso el paisaje se encuentra
más sereno que nunca. Los pájaros dejaron de molestarme una vez que se escondió
el sol y con la luz de una pequeña farola llegó el momento de continuar con mi
interesante lectura.
Tuve
que leer varias páginas hasta llegar a algo verdaderamente importante, después
de tanta monotonía había descubierto la manera de escapar de allí, o al menos
de volver a intentarlo. Mi intuición no me había fallado, sabía que detrás de
todo esto había algo mas valioso que el hecho de que un duendecillo ayudara a
un niño.
Miré
para la casa de Máncalo, las luces que antes asomaban por la rajita de la
puerta estaban apagadas, había llegado el momento, ahora o nunca me dije y
saqué de mi bolsillo la pequeña fiambrera donde guardaba el polvo de oro, cogí
unos granitos y los lance hacia la cerradura de la jaula, inmediatamente se
abrió, y de un salto salí de allí.
Me
acerqué a la puerta de la casa, pero esta no era como la nuestra, que la abrías
con el simple gesto de girar el pomo, le lancé unos granitos de polvo de oro,
pero no funcionó, debía de necesitar la llave tallada y cobriza que Máncalo
guardaba celosamente.
Rodeé
la casa varias veces buscando la manera de entrar, pero las trepadoras lo
ocultaban todo, eché la vista al techo, y entre las plantas se dejaba entrever
la salida de una chimenea, inmediatamente me dispuse a escalar por la fachada
de la casa hasta llegar al tejado. Una vez allí debía de arriesgarme a entrar
por aquel orificio a pesar de que las plantas lo rellenaban casi todo.
Una vez
más el polvo de oro me resolvió el problema, con unos granitos la chimenea
estaba despejada y podía entrar. De haber sido Papá Noel me habría lanzado sin
más, pero como a pesar de las apariencias soy un niño tuve que tomar
precauciones, así que cogí una rama de las que permanecían sujetas y la lancé
por el orificio, luego me deslicé por ella.
Una
vez dentro debía de buscar la puerta, la misma que ocultaba el pasadizo, y
allí, detrás de otra puerta se encontraban los monos lente o lechuza, al
parecer según contaba Álvaro en su libreta, Máncalo le había puesto este nombre
por su cabeza, más parecida a la de una lechuza que a la de un mono, un ser
terrorífico que adoraba la carne humana.
Me
estremecí solo de pensar que iba a poner en peligro mi vida por algo que no
sabía si era del todo real. Álvaro, escribió que Luis el duende, antes de irse
le había contado de la existencia de un pincel de oro, este pincel no era
simplemente un objeto, su valor radicaba en las posibilidades que ofrecía al
que lo poseyera.
Ahora
me encontraba ante tres posibilidades, volver a la jaula, escapar o ser
devorado por aquella fieras. Tras pensarlo un momento decidí seguir adelante,
de cualquier manera mis días allí estaban contados, no había vuelta atrás,
tenía en mis manos la forma de escapar, igual que un día la tuvo Álvaro, pero
él había desaparecido antes de conseguirlo.
Una
vez dentro hubo algo que no me esperaba, Máncalo dormía profundamente cubierto
por una especie de aureola de colores, era como si protegiera su sueño apartándolo
del ruido exterior. Ya explicaba Álvaro en su libreta que Máncalo tenía un
sueño muy ligero, y que fácilmente te lo podías encontrar caminando por las
calles a medianoche, hasta que un día sin más dejó de hacerlo.
Con
la leve luz que me proporcionaba la aureola miré detenidamente todas la paredes
de la casa, buscaba algo que indicara la puerta que andaba buscado. El suelo, y
la cama era lo único que no cubrían las plantas. Me acerqué a el para
observarlo, desde esa posición no parecía tan terrorífico, daba más lástima que
miedo. El pijama podía ocultar sus cicatrices pero no la falta de su pierna, en
el suelo se encontraba la prótesis que le ayudaba a caminar.
Sabía
en qué posición quedaba el espejo que me enseño la primera vez que estuve allí,
me acerqué a la pared y la rocié con polvo de oro pero las plantas no se
movieron. Me hacía falta algún objeto para transformarlo y poder quitar
aquellas plantas, lo único que tenía a mano era
la pierna ortopédica, y esa utilicé para convertirla en una hoz.
La
afilada cuchilla lo extraía todo a su paso dejando libre el espejo en pocos
minutos. Intenté recordar el símbolo que dibujó la vez anterior, cerré los ojos
para concentrarme en aquella imagen, puse mi dedo en el espejo y dibujé un ocho
tendido. Inmediatamente se reflejó toda la habitación y como si fuera el
objetivo de una cámara se fue acercando la imagen hasta llegar a la puerta.
Volví
a utilizar la hoz para deshacerme de las plantas, la empuñaba con todas mis
fuerzas cuando abrí la puerta, tras ella el pasadizo, tan lúgubre y húmedo como
imaginaba. Busque un interruptor antes de cerrar la puerta y quedarme a
oscuras, pero lo único que encontré fue una antorcha, saque la fiambrera y con
un poco de polvo de oro la encendí.
Di
cada paso con calma, pendiente de no caer en ninguna trampa. Álvaro no había
indicado que las hubiera, pero veía demasiado fácil el poder llegar hasta los
monos. Aun quedaba tiempo para que Máncalo se despertara, y para entonces
esperaba haberme ido. En la lejanía, se escuchaba un gruñido, conforme me
acercaba los ruidos aumentaban, ellos debían de saber que estaba allí.
Me
encontraba frente a la puerta, un miedo escalofriante me recorría desde los
pies a la cabeza, pero agarré la hoz en una mano con fuerza, en la otra llevaba
la antorcha, sin soltar la hoz abrí la puerta. Los monos intentaron abalanzarse
hacia mí, pero las cadenas con las que permanecían atados a la pared no se lo
permitieron.
La
estancia era pequeña y en ella los dos monos dejaban un hedor que cargaba el
ambiente, unas bestias feroces que no solo tenían la cabeza de lechuza, aunque
la constitución de su cuerpo era de mono, su pelaje era blanco manchado de gris
y negro igual al de las rapaces.
El
mismo muro que los apresaba, era el poseedor del pincel, permanecía en un
hornacina, protegido por una urna de cristal. No era tan bonito como me
imaginé, se parecía a los que utilizábamos en clase de manualidades, un pincel
normal y corriente.
Los
monos no dejaban de abalanzarse hacia la puerta, di un paso atrás y la cerré,
precisaba un momento de reflexión. Dejé la antorcha en un soporte de la pared,
y solté la hoz en el suelo, luego cogí la libretita, necesitaba repasar los
últimos apuntes.
“ Aller descubrí algo muy interesante, Ignacio uno de los niños
recolectaba carnitas de los arboles anaranjados, una especie de mandarinas
púrpura. Al parecer saben a carne, pero no son del todo comestibles, al menos
para nosotros, sirven para alimentar a los monos. Para saciar su hambre
necesitan comer varios kilos, entonces, el sueño puede con ellos, debido a que
posé un efecto calmante.”
Abrí
de nuevo la puerta, uno de ellos estuvo a muy poco de cogerme en uno de sus
intentos, por momentos parecía que la pared iba a ceder y los dos monstruos se
me iba a caer encima. La antorcha desde su posición me otorga la suficiente luz
para llegar a cabo mi plan.
Tan
atareado estaba en huir antes de que se despertaran que no había recogido dicha
fruta, solo tenía dos objetos posibles de trasformar, la hoz o la antorcha. Si
utilizaba la antorcha, me quedaría sin luz y si utilizaba la hoz, no me podría
defender en caso de que la carnita no sirviera, sin contar que necesitaban
varios kilos para saciar su apetito, y ambos objetos no tenían un peso
apropiado para la trasformación.
No
me quedaba más remedio que utilizar la puerta, pensé en quitarla primero, pero
me di cuenta que solo bastaba con espolvorearla y se convertiría en carnita. En
segundos había conseguido la transformación. Los carroñeros se volvieron aún
mas locos al ver su habitual alimento.
Sentado
en el suelo esperé durante un rato hasta que se durmieron profundamente, luego
sujeté la hoz en una mano y entré en la estancia. La urna estaba cerrada
herméticamente, la abrí de un porrazo, cogí el pincel y salí al pasadizo. Luego
volví a releer la libretita.
“Luis cuenta que el pincel es mágico, que lo diseñó el duende que
creó Duendelandia y el arcoíris. Lo que no ha llegado a contarme todavía es
como escapar definitivamente de aquí. Esta mañana Luis a partido para el mundo
real, le he deseado todo lo mejor en su nueva vida, el ha hecho que la mía sea
lo más fácil posible. El problema es que ahora no me va a quedar más remedio
que averiguar la salida por mí mismo.”
Estas
fueron las últimas palabras de Álvaro, la incógnita seguía existiendo y yo
tampoco tenía la respuesta pero al menos había llegado lo más lejos posible.
Ahora debía de encontrar la salida yo mismo, mi gran intuición me serviría de
ayuda.
Máncalo
aún dormía cuando salí del pasadizo, me acercaba al espejo para hallar en él
una respuesta cuando el pincel se iluminó, su aspecto cambió por completo en un
instante. Su color dorado era radiante y sus cerdas desprendían partículas de
oro. Una extraña energía hizo que acercara el pincel al espejo.
El
pincel dibujó el ocho tendido casi sin mi ayuda, y en el espejo se reflejó la
imagen de un duende desconocido para mí. Era como los de los cuentos, mayor y
con barba puntiaguda, su ropaje si era como el nuestro. Entonces comenzó a
hablar.
-Marcos, soy el duende mágico, Máncalo me ha encerrado en este
espejo para que viva eternamente a sus órdenes, yo soy el culpable de vuestras
desdichas, ayudemos mutuamente. –
Dijo el duende.
-¿Cómo se que no mientes, y que todo no es una trampa?- Pregunté.
-Yo soy el único que puede ayudarte, nadie tiene ese poder, y como
despierte Máncalo serás el desayudo de los monos. Rápido, dibuja tres veces el
mismo símbolo con el pincel.-
Contestó.
El
espejo desapareció después de que el duende saliera, luego cogió el pincel y
abrió la puerta, Máncalo se despertó justo cuando salíamos. El duende cerró la
puerta rápidamente y con el poder del pincel hizo que la casa desapareciera.
-¿Qué has hecho con Máncalo? ¿Dónde irá?- Le pregunte.
- Máncalo era un niño huérfano que trabajaba en condiciones infrahumanas
en una fábrica de calzado. Yo le brindé la posibilidad de ser feliz, le di todo
lo que me pidió, pero me traicionó. Éste debía de haber sido un lugar donde los
duendes fueran felices, sin castigos ni trabajos forzados, pero plasmó su rabia
contenida en todos y cada uno de los niños que vivían dichosos, y los
auténticos fueron enseñados para hacer el mal.- Contestó.
-¿Pero, dónde ha ido? ¿Y qué va a pasar con nosotros?- Pregunté.
-Ha vuelto de donde nuca debió de salir y ahora por haberme ayudado
te ofrezco cinco deseos, dime ¿Qué te gustaría tener?- Dijo el duende mientras jugaba con el pincel.
-Desearía que Máncalo tuviera una familia que lo quisiera y que se
convirtiera en una gran persona.- Solicité.
-¿Algo más?- Preguntó.
-Solo una cosa más, que todos volvamos a nuestro hogar.- Contesté antes de desaparecer.
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