El pequeño Ángel recogía sus
cuadernos del suelo, uno de ellos se le había llenado de barro al igual que el
uniforme del colegio, los otros cuadernos habían tenido más suerte y habían
caído fuera. Otra vez se le había roto la correa de la mochila y mientras
intentaba arreglarla había tropezado con una piedra y se había caído en un
charco.
Gimoteaba de camino a casa mientras
pasaba las páginas del cuaderno estropeado, solo se habían manchado las pastas
y el filo, si llegaba pronto podría pasar la última tarea a limpio, pero por el
camino se encontró con Ezequiel su único amigo, que iba a comprar chucherías a
la tienda de la esquina y Ángel lo acompañó.
Ezequiel había cogido una bolsa de
palomitas y otra de patatas cuando un escandaloso ruido le llamó la atención. Ángel
había encontrado una moneda en el forro de su chaqueta e intentaba sacarla
cuando al tirar de ella sin ninguna mala intención tiró una estantería al
suelo.
Los dos niños ayudaban al vendedor a
recoger las bolsas de chucherías del suelo cuando llegó la dueña de la tienda,
le echó la bronca al vendedor y a los niños los lanzó fuera con un gesto de
desplante, después de advertirles de que no volvieran mas.
Al llegar a casa la madre lo castigo
por llevar la ropa tan sucia, él mismo tendría que lavársela, y con un taco de jabón lavaba la
chaqueta, el jersey, la camisa y el pantalón en la pila del patio. Frotó con
tanta fuerza el jabón que terminó por romper dos botones de la camisa, los
mismos que salieron despedidos hasta el patio de la vecina.
Cogió una escalera del trastero y la
dejó caer sobre la pared, luego se subió a ella para asomarse. La señora Inés tomaba
café con una amiga, y el botón había caído justo encima del trozo de pastel que
se iba a llevar a la boca la amiga de la vecina.
El niño no se atrevió a decir nada,
se tapaba la cara al escuchar como aquella señora se quejaba porque se le había
roto un diente al morder un trozo de pastel, justo en ese momento su madre le
pegó un chillido al verlo subido a la escalera y cogido de una oreja lo llevó
ante su vecina para que le pidiera perdón a su amiga.
Más tarde permanecía en su cuarto
castigado, hacía los deberes de matemáticas cuando la calculadora dejó de
funcionar, le dio dos palmaditas y la zarandeó, pero aquella vieja calculadora
debía de haberse quedado sin pilas. Bajó a la cocina y buscó a su madre por
toda la casa para que le diera unas pilas nuevas, pero no la encontró.
Desde la entrada escuchó la voz de
su madre, se asomó a la puerta y la vio en la acera de enfrente con una vecina,
comenzó a llamarla pero estaba tan ocupada en su conversación que no se dio
cuenta. Miró para ambos lados de la carretera antes de cruzar, pero no vio a
Bernarda que salió sin mirar subida en su bicicleta.
Con un brazo escayolado volvía Ángel
acompañado de su madre del hospital, la vecina había corrido peor suerte ya que
la habían dejado ingresada en el hospital con una pierna escayolada y tres
costilla rotas. Al llegar a casa su madre le dio la cena y lo mando a la cama
sin postre, con esta última desventura su castigo había aumentado una semana
más.
Tumbado en la cama miraba la
escayola de su brazo, solo tenía la firma de su amigo Ezequiel acompañada de un
montón de churretes. Ningún otro niño se la quiso firmar porque decían que era
gafe y que les pegaría la mala suerte si se juntaban con el. Al rato recibió la
visita de Ezequiel, Ángel lo esperaba impaciente para contarle algo importante.
Habían pasado dos semanas y con el
castigo levantado había llegado el momento de llegar a cabo su plan. Los dos
niños fueron hasta la iglesia a buscar al padre Pelayo, querían hacerse
monaguillos, pero el cura no estaba. Una beata les dijo que había ido a dar una
misa en el tanatorio, y los niños decidieron ir a buscarlo.
Cuando llegaron la fila para dar el
pésame llegaba hasta la puerta, quisieron adelantarse pero los asistentes al
entierro no los dejaron pasar y no les quedó más remedio que ponerse a la cola.
Quince minutos más tarde eran ellos los que pasaban frente a los doloridos
mientras seguían la fila, cuando iban a pasar por el ataúd, Ángel se pisó un
cordón del zapato que llevaba suelto y empujando a su amigo cayeron los dos
encima del ataúd tirándolo al suelo.
Salieron corriendo con tanto miedo
que se plantaron en casa de Ángel en un santiamén. Los niños resoplaban
cansados por las prisas con las que habían salido del lugar, pero ¿Quién se iba
a quedar allí con el difunto tirado en el suelo mientras que las miradas de los
presentes se clavaba en los dos angelitos?
Al día siguiente fueron a misa de
ocho y se sentaron entre la gente, esperaron a que acabase la misa para ir a
hablar con el cura, pero éste apenas los escuchó cuando se dio cuenta que eran
los mismos niños del entierro, y nos le quedó más remedio que irse de allí.
Sentados en un sillón del parque se
comían una bolsa de pipas mientras trataban de buscar una solución para
quitarle a Ángel lo gafe. Después de intercambiar opiniones se fueron cada uno
a su casa, debían de repasar la tarea para que no se les quedase nada pendiente.
A la mañana siguiente mientras se
comían el bocadillo Ángel dio el visto bueno a un nuevo plan tramado por
Ezequiel y quedaron para llevarlo a cabo ese misma tarde después de que
Ezequiel regresara de clase particulares y Ángel hiciera los deberes.
Los dos querubines gafados iban de
camino a la iglesia y esperaron a que llegase la gente de misa de ocho para
poder entrar. Pero ésta vez no se quedaron inmóviles en los asientos, sino que
fueron con cautela hasta la sacristía. El cura se encontraba frente al espejo
acicalándose, y no vio a los niños que se escondieron debajo de una mesa
esperando a que el cura se fuera.
Una vez que se encontraban solos
salieron de su escondite y comenzaron a buscar el bidón del agua vendita.
Rebuscaron entre las sotanas del armario, entre los candelabros y cacharros del
mueble pero no había ni rastro. Entonces a Ezequiel le entraron ganas de ir al
baño, y mientras orinaba vio que detrás de la puerta había un armario
empotrado, luego abrió la puerta y en su interior pudo hallar lo que andaba
buscando.
Al llegar a casa Ángel sacó de su
mochila la cantimplora que había llenado de agua vendita y la guardó en su
mesilla de noche para echarse unas gotas por la cabeza cada mañana después de
bañarse, Ezequiel haría lo mismo por si su amigo le había pegado lo gafe.
Todo fue a mejor hasta que un día
los profesores decidieron hacer una excursión, y su madre al prepararle la
mochila le tiró el agua vendita de la cantimplora para ponerle agua fresquita
del grifo. Pero Ángel no volvió a ser gafe, pues al saber de ello su amigo le
dio de la suya mientras que volvían a rellenarlas.
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