El
verano pasado fui con mis padres al campo de vacaciones, habían alquilado una
casita para todo el mes de agosto en un pueblo muy pequeño, en el monte de
Pingorotudo, apenas había cincuenta habitantes en todo aquel pinar. En un
principio yo no quería ir, pues prefería quedarme en la casa de mi abuelita
Teresa, ir con ella a la playa, jugar con mis amigos en la arena y ayudarla a
hacer magdalenas de piñones tostados, las favoritas de mi abuelo Fran.
Cuando
llegamos me bajé inmediatamente del coche, tenía las patas dormidas del viaje,
el paisaje era digno de admirar, había un maravilloso pinar, rodeado de
frondosos nogales. Ayudé a mis padres a llevar el equipaje hasta la que iba a
ser nuestra casita de verano, tenía un pequeño porche, salón, cocina comedor,
dos habitaciones y un cuarto de baño.
Me
salí al porche para admirar las vistas, la casa de enfrente era más grande que
la nuestra porque eran seis las ardillas que la habitaban, los papas, las
trillizas y el abuelo. En aquel entonces me di cuenta de una cosa, y es que si
nuestra casa hubiera sido más grande nos podríamos haber llevado a los abuelos.
Las
trillizas jugaban al escondite mientras yo las observaba sentado en el porche,
como me vieron solo y aburrido me invitaron a jugar con ellas. Yo me la quedaba
y ellas se escondían. Obdulia se encontraba escondida detrás de un seto, estaba
a punto de pillarla cuando me distrajo
una extraña bocina. Me quedé totalmente sorprendido al comprobar de donde
provenía aquel aparatoso ruido. Era un autobús que avisaba de su llegada, en el
exterior figuraba un letrero muy grande que decía “Soy el autobús del
conocimiento”.
Mientras
observaba como se bajaba una ostentosa ardilla del autobús llegó Bienvenida que
fue la última de las trillizas en llegar, como no había conseguido encontrarlas
me tocaba quedármela una vez más, pero las tres hermanas no quisieron jugar y
me invitaron para que las acompañara al autobús. La conductora tocaba otra vez
la bocina, quería que todas las ardillitas que habitaban el monte de
pingorotudo acudieran a ella.
Éramos
los primeros en la cola, yo iba detrás de las trillizas, y detrás de mí venían
seis ardillas mas. Les pregunté a las trillizas a donde iba aquel extraño
autobús, pero no me contestaron, conforme subí comprendí que no nos íbamos a
mover del sitio, que el viaje era al conocimiento. Las ventanas estaban
cubiertas de estanterías llenas de libros, había sillones alrededor de todo el
autobús, y una mesa muy grande, además de varios ordenadores.
La
conductora nos dijo que nos pusiéramos en la mesa, luego repartió papel y la
lápiz entre los presentes, y nos pidió que le hiciéramos una pequeña redacción
donde le contásemos algo de nosotros mismos y sobre los temas que nos gustaría
aprender. Después de recoger las redacciones nos invitó a coger un libro de las
estanterías, el que más nos gustase, quería que nos lo leyéramos y luego le
contásemos a las demás ardillitas y a ella misma de que trataba. Tenía novelas
de aventuras, policiacas, de misterio, cuentos de miedo, fabulas, poesía… Yo me
cogí un cuento para mí, y luego le pedí permiso para llevarle un libro de
recetas a mi mamá.
Después,
las diez ardillas nos fuimos a bañarnos a la orilla del rio Almendro, me
contaron que los antiguos habitantes de Pingorotudo le pusieron ese nombre por
un almendro que misteriosamente había salido en el mismo rio, y del que los
vecinos cogían unas ricas y enormes almendras dulces. Su agua era tan
cristalina que si miraba para el suelo podía ver perfectamente las chinaras del
fondo y los renacuajos que vivían allí.
Me
encontraba batallando con Maxi para hacerle una ahogadilla cuando llegó su
padre llamándolo, se llamaba Jacinto y era el panadero de Pingorotudo. Lo
buscaba para que le hiciera el inventario, quería saber lo que le hacía falta
para todo un mes, y que luego fuera a la tienda para hacer el pedido. Me ofrecí
para acompañarlo, hacía ya tiempo que tenía curiosidad por saber cómo se hacía
el pan, así que me fui con él a la panadería después de ir a casa para avisar a
donde iba y cambiarme de ropa.
Por
el camino le pregunté a Maxi por el autobús, tenía interés por saber todo
cuanto me pudieran contar. Maxi me dijo que la conductora se llamaba Clara, que
era profesora y que en el verano se dedicaba a viajar con su particular autobús
por todos los pueblecitos del monte para incentivar a la lectura y promover el
conocimiento, que iba todos los veranos y los fines de semana durante el curso.
Dos
sacos de harina, uno de levadura y medio de sal, eso era todo lo que había en
el almacén de la panadería. Nos disponíamos a salir, cuando sentí que algo
ligero tocaba mi espalda, Maxi me lanzaba puñados de harina, no pude resistirme
a contestar con el mismo gesto. Jacinto se presentó de inmediato al escuchar el
alboroto, luego castigó a Maxi y a mí me mandó para casa.
Por
el camino me encontré a Tecla, una de las trillizas, se encontraba sentada en
los pies de un pino leyendo un libro de poesía, lo miraba con cara extraña como
si no entendiera lo que leía. Me acercaba a ella para preguntarle porque lo
miraba de esa manera cuando escuché como mi mamá me llamaba, quería decirme que
el almuerzo estaba listo. Al parecer llevaba rato buscándome, porque la comida
empezaba a enfriarse.
Después
de almorzar me eché la siesta un rato, y cuando me levanté, me senté en el
porche a leer el libro mientras tomaba el fresco. Lo había escogido por sus
dibujos y por su bonita portada. Se llamaba Siluetas de la noche y la
protagonista era Martina, una niña que le tenía miedo a una extraña sombra que
entraba por su ventana. No pude soltarlo hasta que no llegue al final donde
descubrí que la sombra que se proyectaba en la pared era la de un palomo que
iba a comerse las miguitas de pan que caían de su bocadillo.
No
había hecho más que cerrar el libro cuando escuché como alguien me llamaba,
eran Obdulia, Bienvenida, y Tecla, las trillizas, que querían que jugásemos
otra vez al escondite, y acepté a irme con ellas aunque solo fuera un rato,
pronto era la hora de la cena, y mi mamá me advirtió que no llegara tarde, que
se enfriaban las tortitas de castañas.
A la
mañana siguiente mi mamá preparaba la cesta para irnos a pasar el día a la
orillita del rio, cuando aún en la lejanía escuche que venía el autobús del
conocimiento, su escandalosa bocina informaba de su llegada. Le pedí permiso
para quedarme el tiempo que durase la lección, y que más tarde si querían
fueran a recogerme o si no yo mimo iría, ya que me sabía el camino.
Esta
vez fui el primero en la cola y pude ver como las trillizas se habían quedado
al final, y como impacientes esperábamos a que abriese la puerta del autobús
con el libro en la mano. Estábamos todas las ardillitas del día anterior, todas
menos Maxi que debía de estar castigado por haber jugado con la harina.
Nos
sentamos alrededor de la mesa, cada uno con su libro, luego comenzamos a
contarnos unos a los otros lo que habíamos aprendido y porque motivos debíamos
de leerlos. Más tarde jugamos a las adivinanzas y nos enseñó los primero pasos
para utilizar el ordenador. Antes de que nos fuéramos nos dijo los materiales
que necesitábamos para hacer una cometa, ella misma nos iba a enseñar a
construirla.
Las
trillizas querían que fuera con ellas a jugar, pero mi papá me esperaba en la
puerta del autobús para acompañarme al río. Mi mamá permanecía sentada en la
orilla, con su bañador rosa de lunares verdes, dispuesta a meterse en el agua
una vez que llegásemos, no lo había hecho antes porque no se había atrevido, no
sabía nadar y se asustaba de bañarse sola.
Después
de comer y de bañarnos un rato nos regresamos a casa, tenía que ir a comprar
los materiales para la cometa, pero antes me decidí a llegar a casa de Maxi,
quería saber el porque no había asistido al autobús del conocimiento. Llamé
varias veces a la puerta de su casa, pero nadie me contestó, luego fui hasta la
panadería y después de insistirle a su padre un rato, conseguí que lo dejara
salir a jugar. Me acompañó hasta la casa de Petunia, una ardilla anciana que en
su juventud cosía, y aún guardaba diversos muestrarios de telas. Las vecinas de
Pingorotudo iban a su casa cuando querían que les ayudase a coser la ropa o
necesitaban tela para hacerla, según Maxi la anciana no pondría impedimento en
darnos un trozo de tela a cada niño para hacernos la cometa.
“Benito, ven a cenar”
gritó mi mamá desde el porche mientras me despedía de Maxi, no me había
percatado de lo pronto que se pasa el tiempo cuando te lo pasas bien. Habíamos
conseguido todos los materiales necesarios para hacer la cometa y solo nos
quedaba esperar a que llegase la mañana siguiente para comenzar a crearla.
La
bocina avisaba con su clamoroso ruido que el autobús había llegado, todas las
ardillitas corríamos a formar fila para entrar, pero esta vez había algo
extraño, no solo estábamos las ardillitas, también habían asistido ardillas
mayores, querían que Clara les prestara algún libro para leerlo. Las dejó pasar
para que cogieran el que más les gustase y luego entramos nosotros los peques,
que impacientes esperábamos en la puerta para comenzar a fabricar nuestra
cometa.
Tardamos
dos clases en crear nuestra particular cometa, luego todas las ardillitas nos
salimos fuera para comprobar que volaban como pájaros en el cielo. La mía no
era de las más bonitas, pero creo que me quedó bien, era de rallas de color
marrón y blanco. La de Obdulia era la más notable, su color rosa claro con
borlones azules cosidos en el filo la destacaba del resto. Me encontraba
enrollando el hilo de mi cometa cuando aparecieron mis padres.
Aquel
fue mi último día en el Monte de Pingorotudo, a mi papá le había salido un
trabajo para el verano en una heladería. El helado de nata con nueces no pudo
remplazar esos días tan maravillosas que pasé, pero tarde o temprano me tendría
que volver a casa. Desde entonces he ido todas las semanas a la biblioteca, leo
todo cuando cae en mis garras, y procuro asistir a charlas y talleres, en todo
lugar e de aprender algo, y estoy sumamente contento porque mis padres me han
prometido que por vacaciones este año volveremos.
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