El grito en el cielo puse un sencillo amanecer, pues mi cuerpo estaba cubierto de pergaminos sin leer. Al despertar estos manuscritos encontré, su rúbrica delataba su proceder, siendo la caligrafía de mi poder. Expresaban toda una vida de sueños, experiencias, pensamientos y lo más importante lo que quedaba por vivir. He tapizado mi cuarto con las letras que aquel día escribí. Para no olvidar los objetivos, ni los sueños por vivir.

jueves, 30 de abril de 2015

VACACIONES EN PINGOROTUDO



El verano pasado fui con mis padres al campo de vacaciones, habían alquilado una casita para todo el mes de agosto en un pueblo muy pequeño, en el monte de Pingorotudo, apenas había cincuenta habitantes en todo aquel pinar. En un principio yo no quería ir, pues prefería quedarme en la casa de mi abuelita Teresa, ir con ella a la playa, jugar con mis amigos en la arena y ayudarla a hacer magdalenas de piñones tostados, las favoritas de mi abuelo Fran.

Cuando llegamos me bajé inmediatamente del coche, tenía las patas dormidas del viaje, el paisaje era digno de admirar, había un maravilloso pinar, rodeado de frondosos nogales. Ayudé a mis padres a llevar el equipaje hasta la que iba a ser nuestra casita de verano, tenía un pequeño porche, salón, cocina comedor, dos habitaciones y un cuarto de baño.

Me salí al porche para admirar las vistas, la casa de enfrente era más grande que la nuestra porque eran seis las ardillas que la habitaban, los papas, las trillizas y el abuelo. En aquel entonces me di cuenta de una cosa, y es que si nuestra casa hubiera sido más grande nos podríamos haber llevado a los abuelos.

Las trillizas jugaban al escondite mientras yo las observaba sentado en el porche, como me vieron solo y aburrido me invitaron a jugar con ellas. Yo me la quedaba y ellas se escondían. Obdulia se encontraba escondida detrás de un seto, estaba a  punto de pillarla cuando me distrajo una extraña bocina. Me quedé totalmente sorprendido al comprobar de donde provenía aquel aparatoso ruido. Era un autobús que avisaba de su llegada, en el exterior figuraba un letrero muy grande que decía “Soy el autobús del conocimiento”.

Mientras observaba como se bajaba una ostentosa ardilla del autobús llegó Bienvenida que fue la última de las trillizas en llegar, como no había conseguido encontrarlas me tocaba quedármela una vez más, pero las tres hermanas no quisieron jugar y me invitaron para que las acompañara al autobús. La conductora tocaba otra vez la bocina, quería que todas las ardillitas que habitaban el monte de pingorotudo acudieran a ella.

Éramos los primeros en la cola, yo iba detrás de las trillizas, y detrás de mí venían seis ardillas mas. Les pregunté a las trillizas a donde iba aquel extraño autobús, pero no me contestaron, conforme subí comprendí que no nos íbamos a mover del sitio, que el viaje era al conocimiento. Las ventanas estaban cubiertas de estanterías llenas de libros, había sillones alrededor de todo el autobús, y una mesa muy grande, además de varios ordenadores.

La conductora nos dijo que nos pusiéramos en la mesa, luego repartió papel y la lápiz entre los presentes, y nos pidió que le hiciéramos una pequeña redacción donde le contásemos algo de nosotros mismos y sobre los temas que nos gustaría aprender. Después de recoger las redacciones nos invitó a coger un libro de las estanterías, el que más nos gustase, quería que nos lo leyéramos y luego le contásemos a las demás ardillitas y a ella misma de que trataba. Tenía novelas de aventuras, policiacas, de misterio, cuentos de miedo, fabulas, poesía… Yo me cogí un cuento para mí, y luego le pedí permiso para llevarle un libro de recetas a mi mamá.

Después, las diez ardillas nos fuimos a bañarnos a la orilla del rio Almendro, me contaron que los antiguos habitantes de Pingorotudo le pusieron ese nombre por un almendro que misteriosamente había salido en el mismo rio, y del que los vecinos cogían unas ricas y enormes almendras dulces. Su agua era tan cristalina que si miraba para el suelo podía ver perfectamente las chinaras del fondo y los renacuajos que vivían allí.

Me encontraba batallando con Maxi para hacerle una ahogadilla cuando llegó su padre llamándolo, se llamaba Jacinto y era el panadero de Pingorotudo. Lo buscaba para que le hiciera el inventario, quería saber lo que le hacía falta para todo un mes, y que luego fuera a la tienda para hacer el pedido. Me ofrecí para acompañarlo, hacía ya tiempo que tenía curiosidad por saber cómo se hacía el pan, así que me fui con él a la panadería después de ir a casa para avisar a donde iba y cambiarme de ropa.

Por el camino le pregunté a Maxi por el autobús, tenía interés por saber todo cuanto me pudieran contar. Maxi me dijo que la conductora se llamaba Clara, que era profesora y que en el verano se dedicaba a viajar con su particular autobús por todos los pueblecitos del monte para incentivar a la lectura y promover el conocimiento, que iba todos los veranos y los fines de semana durante el curso.
  
Dos sacos de harina, uno de levadura y medio de sal, eso era todo lo que había en el almacén de la panadería. Nos disponíamos a salir, cuando sentí que algo ligero tocaba mi espalda, Maxi me lanzaba puñados de harina, no pude resistirme a contestar con el mismo gesto. Jacinto se presentó de inmediato al escuchar el alboroto, luego castigó a Maxi y a mí me mandó para casa.

Por el camino me encontré a Tecla, una de las trillizas, se encontraba sentada en los pies de un pino leyendo un libro de poesía, lo miraba con cara extraña como si no entendiera lo que leía. Me acercaba a ella para preguntarle porque lo miraba de esa manera cuando escuché como mi mamá me llamaba, quería decirme que el almuerzo estaba listo. Al parecer llevaba rato buscándome, porque la comida empezaba a enfriarse.

Después de almorzar me eché la siesta un rato, y cuando me levanté, me senté en el porche a leer el libro mientras tomaba el fresco. Lo había escogido por sus dibujos y por su bonita portada. Se llamaba Siluetas de la noche y la protagonista era Martina, una niña que le tenía miedo a una extraña sombra que entraba por su ventana. No pude soltarlo hasta que no llegue al final donde descubrí que la sombra que se proyectaba en la pared era la de un palomo que iba a comerse las miguitas de pan que caían de su bocadillo. 

No había hecho más que cerrar el libro cuando escuché como alguien me llamaba, eran Obdulia, Bienvenida, y Tecla, las trillizas, que querían que jugásemos otra vez al escondite, y acepté a irme con ellas aunque solo fuera un rato, pronto era la hora de la cena, y mi mamá me advirtió que no llegara tarde, que se enfriaban las tortitas de castañas.

A la mañana siguiente mi mamá preparaba la cesta para irnos a pasar el día a la orillita del rio, cuando aún en la lejanía escuche que venía el autobús del conocimiento, su escandalosa bocina informaba de su llegada. Le pedí permiso para quedarme el tiempo que durase la lección, y que más tarde si querían fueran a recogerme o si no yo mimo iría, ya que me sabía el camino.

Esta vez fui el primero en la cola y pude ver como las trillizas se habían quedado al final, y como impacientes esperábamos a que abriese la puerta del autobús con el libro en la mano. Estábamos todas las ardillitas del día anterior, todas menos Maxi que debía de estar castigado por haber jugado con la harina.

Nos sentamos alrededor de la mesa, cada uno con su libro, luego comenzamos a contarnos unos a los otros lo que habíamos aprendido y porque motivos debíamos de leerlos. Más tarde jugamos a las adivinanzas y nos enseñó los primero pasos para utilizar el ordenador. Antes de que nos fuéramos nos dijo los materiales que necesitábamos para hacer una cometa, ella misma nos iba a enseñar a construirla.

Las trillizas querían que fuera con ellas a jugar, pero mi papá me esperaba en la puerta del autobús para acompañarme al río. Mi mamá permanecía sentada en la orilla, con su bañador rosa de lunares verdes, dispuesta a meterse en el agua una vez que llegásemos, no lo había hecho antes porque no se había atrevido, no sabía nadar y se asustaba de bañarse sola.

Después de comer y de bañarnos un rato nos regresamos a casa, tenía que ir a comprar los materiales para la cometa, pero antes me decidí a llegar a casa de Maxi, quería saber el porque no había asistido al autobús del conocimiento. Llamé varias veces a la puerta de su casa, pero nadie me contestó, luego fui hasta la panadería y después de insistirle a su padre un rato, conseguí que lo dejara salir a jugar. Me acompañó hasta la casa de Petunia, una ardilla anciana que en su juventud cosía, y aún guardaba diversos muestrarios de telas. Las vecinas de Pingorotudo iban a su casa cuando querían que les ayudase a coser la ropa o necesitaban tela para hacerla, según Maxi la anciana no pondría impedimento en darnos un trozo de tela a cada niño para hacernos la cometa.

“Benito, ven a cenar” gritó mi mamá desde el porche mientras me despedía de Maxi, no me había percatado de lo pronto que se pasa el tiempo cuando te lo pasas bien. Habíamos conseguido todos los materiales necesarios para hacer la cometa y solo nos quedaba esperar a que llegase la mañana siguiente para comenzar a crearla.

La bocina avisaba con su clamoroso ruido que el autobús había llegado, todas las ardillitas corríamos a formar fila para entrar, pero esta vez había algo extraño, no solo estábamos las ardillitas, también habían asistido ardillas mayores, querían que Clara les prestara algún libro para leerlo. Las dejó pasar para que cogieran el que más les gustase y luego entramos nosotros los peques, que impacientes esperábamos en la puerta para comenzar a fabricar nuestra cometa.

Tardamos dos clases en crear nuestra particular cometa, luego todas las ardillitas nos salimos fuera para comprobar que volaban como pájaros en el cielo. La mía no era de las más bonitas, pero creo que me quedó bien, era de rallas de color marrón y blanco. La de Obdulia era la más notable, su color rosa claro con borlones azules cosidos en el filo la destacaba del resto. Me encontraba enrollando el hilo de mi cometa cuando aparecieron mis padres. 

Aquel fue mi último día en el Monte de Pingorotudo, a mi papá le había salido un trabajo para el verano en una heladería. El helado de nata con nueces no pudo remplazar esos días tan maravillosas que pasé, pero tarde o temprano me tendría que volver a casa. Desde entonces he ido todas las semanas a la biblioteca, leo todo cuando cae en mis garras, y procuro asistir a charlas y talleres, en todo lugar e de aprender algo, y estoy sumamente contento porque mis padres me han prometido que por vacaciones este año volveremos.

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