Ya no
sé, ni cuantos días hace que jugué con papá y con mamá al escondite. Mamá sentada
en las escaleras del porche contaba hasta diez, mientras que papá regaba las
plantas del jardín. Las petunias y los geranios se estaban quedando mustios por
el calor, sin embargo los donjuanes de la entrada estaban cada vez más grandes.
Me
escondí detrás de la caseta de Pirata, pero no dejaba de ladrar, pensé que
quería jugar, así que lo solté, pero me engañó. En vez de seguirme, salió
corriendo y se escapó por un hueco de la verja. No podía llamarlo porque mi
mamá se estaba acercando, y me descubriría. Por nada del mundo me iba a perder
esa tarta tan rica de chocolate que me había apostado con ella.
Ese
olor a vainilla mezclado con un poco de canela era inconfundible, mi mamá
estaba muy cerca. Agachapado detrás de la caseta pude ver como se acercaba,
estuvo a muy poco de cazarme, pero el vecino que traía a Pirata cogido de la
correa la distrajo, y mientras ella iba a por mi pequeño dálmata me escondí
detrás de los donjuanes.
Pirata
ladraba mientas que yo le hacía muecas, luego me fui lentamente hasta la parte
de atrás, mi mamá se había quedado charlando con el vecino. Desde la ventana vi
como mi papá muy contento observaba como su equipo de futbol favorito marcaba
un gol.
Me
quedé un rato sentado en el balancín meciéndome y pensando en un sueño que
había tenido la noche anterior sobre duendes y cazuelas de oro, la temperatura
era agradable, la tarde comenzaba a refrescar pero yo no tenía frio y
balanceándome me quedé dormido.
Pasado
el rato me desperté al sentir que unas gotas de agua me mojaban la mano derecha
que colgaba hacia el suelo, había comenzado a llover, me levanté de un salto,
fui corriendo hasta la caseta de pirata, lo cogí y me entré a casa. Mi madre ya
salía a buscarme, era la hora de bañarlo.
Yo
lo frotaba con el jabón después de que mamá le echara el agua tibia, pero no se
qué fue lo que le pasó cuando lo aclaraba, que pegó un salto de la bañera y
salió corriendo por un hueco de la puerta. Intentamos cogerlo pero no lo
alcanzamos, a mi papá se le escurrió de las manos cuando se lanzó a por él.
Había
dejado de llover y un sol muy luminoso había dibujado en el cielo un precioso
arcoíris. Pirata se revolcaba en un charco que se había formado junto a las
petunias, al acercarme para cogerlo salió de nuevo corriendo, esta vez a la
parte de atrás de la casa, fui detrás de él, pero me detuve en mitad del camino
justo cuando al pasar por la parra que mi padre guiaba hacia la pared vi que el
arcoíris terminaba justo entre las plantas y que algo entre ellas
relampagueaba.
No dude ni un momento en acercarme para comprobar si era cierta la
leyenda que contó una niña una vez en el cole, decía que al final del arcoíris
un duende custodiaba una cazuela llena de monedas de oro. Yo pensaba que era un
cuento para niños, pero estaba equivocado, al acercarme a la parra pude ver una
cazuela rojiza colmada de monedas.
Le quité unos tréboles de cuatro hojas que colgaban del filo, y me
disponía a llevarme la cazuela, cuando de la nada apareció un duende, su cara
me era familiar, no tenía cara de anciano ni barba blanca como me habían
contado, era un niño. Comenzó a reprocharme algo que no entendí, su idioma era
diferente. Me cogió de la mano, por un momento desconfié pero estaba intrigado
quería saber si las monedas eran de oro o de chocolate.
El niño vestido de verde metió la mano dentro de una bolsita marrón
que le colgaba del pantalón y sacó un puñado de polvo dorado, lo roció por
encima de la cazuela y luego la cogió como si no pesara, y nos fuimos dando un
salto hacia el arcoíris.
Un lugar tan extraño como maravilloso, las casas parecían de
juguete con sus medidas para niños, pero como si realmente las hubiera
elaborado un adulto. El colorido abundaba por todo el lugar, las hojas de los
arboles tenían un verde aguamarina intenso y los filos rosáceos, de ellos
colgaban una flores blancas con manchas moradas tan grandes como bonitas. En la
lejanía los arboles eran diferentes, de un verde claro con pinceladas de
amarillo, y en sus ramas unos pájaros negros de alas azules cantaban sin parar.
Mientras admiraba el paisaje mi acompañante me había soltado de la
mano para luego saltar de nuevo al arcoíris, no antes de decirme algo en su
idioma con el mismo tono que mis padres me echan la bronca. No me moví del
sitio, pues, desde esa posición podía admirar aquel lugar. No tenía miedo a lo
desconocido ya que no parecía que fuera a correr ningún peligro en aquel
paisaje tan sereno.
De pronto cuando observaba una casa en particular que se encontraba
alejada del resto, cerca de donde anidaban aquellos extraños pájaros, apareció
otro niño, me saludó con una sonrisa, yo le contesté de la misma manera, se
acercó y me indicó con un gesto que recogiera la cazuela, luego le seguí hasta la
puerta de una casita.
Mi acompañante abrió la puerta sin usar llave, ni tan siquiera
tenía cerradura, solo un pomo muy diminuto, a medida de su mano. Todo estaba
organizado en una misma sala, una pequeña zona de ocio con un sofá, una lámpara
y una estantería con varios libros. Una especie de cocina con una hornilla, un
pequeño mueble con su encimera y una mesa con cuatro silla. Dos camitas con sus
mesitas de noche, un armario de cuatro puertas y un discreto baño, oculto tras
una cortina.
Me quedé en la puerta un tanto desconfiado, pero aquel niño me
cogió de la mano y me sentó en una de sillas de la cocina, luego puso en el
fuego una jarra de lata, estaba algo desconchada pero limpia. Al rato me sirvió
en una taza de chocolate, por encima le había rociado un poco de canela, y la
adornaba una flor azulada. Aquella mezcla de olores me recordó a mi mamá y lo
preocupada que estaría.
Se acercó hasta el armario, luego abrió una de sus puertas y puso
sobre una de las camas un traje verde igual al que llevaba él. Me levante y
cogí la cazuela, pero el niño no me dejó salir por la puerta, entonces metió la
mano en su saquito y cogió un puñado de polvo de oro y me lo roció.
Más tarde cuando desperté me encontraba tumbado en la cama, tenía
puesta la ropa verde, el niño me miraba fijamente sentado en la otra cama. De
pronto alguien abrió la puerta, era un hombre, con una barba grisácea, larga y
acabada en pico, llevaba una especie de capa con gorro, verde oscura casi negra,
que no dejaba ver bien su cara. Se acercó despacio apoyado sobre un bastón de
palo.
-
Marcos,
acompáñame que te quiero enseñar una cosa- Me dijo
con un tono tan misterioso como tranquilo.
-
¿Quién
es usted, y cómo sabe mi nombre?-
Pregunté mientras me incorporaba mirando fijamente aquel señor tan extraño.
-
Me
llaman Máncalo, ven conmigo y te explico que haces aquí.- Contestó mientras abría la puerta.
-
Ve
con él que no te hará daño si te portas bien-
Añadió el otro niño.
Caminábamos por una senda dirección a la casa situada donde los
arboles amarillentos, a lo lejos no parecía tan terrorífica como de cerca, los
pájaros chirriaban mientras se inclinaban aleteando hacia nosotros. Abrió la
puerta con una llave grande y tallada de color cobre, tan extraña como bonita. Las
plantas trepadoras inundaban tanto el exterior como el interior de aquella
casa. No parecía que hubiera muebles porque estaban cubiertos de plantas, eran
varios bultos bien moldeados que imitaban a una cama, una mesa y un par de
sillas.
Se acercó a una de las paredes, metió la mano en un saquito que le
colgaba del pantalón igual al del niño. Cogió un puñado de polvo de oro y lo
lanzó hacia la pared, enseguida las plantas comenzaron a moverse dejando libre
un espejo. Se aproximó y me indicó con la mano para que me acercara, me puse a
su lado, luego deslizó su dedo índice como si escribiera algo y en el espejo se
reflejo algo inexplicable.
Mis padres y yo cenábamos en la cocina como siempre, sentados en
los taburetes, mientras Pirata bajo mis pies esperaba que le echase comida. No
podía ser real pues yo me encontraba en otro mundo, pero era el mismo día, llevaban
la misma ropa y mi mamá tenía el pelo teñido, cuando el tinte se lo iba a poner
después de bañar a pirata.
-
Ahora
perteneces a este mundo, serás un duende y trabajaras para mí. Ese niño que
aparece en la imagen como supones no eres tú. Cada vez que nace un niño, un
duende aparece en este lugar, y aquí no se viene a jugar sino a trabajar. Solo
tienen una posibilidad de escapar, cada duende tiene una cazuela llena de
monedas de oro, que si te fijas bien ni tan siquiera lo son. Que el arcoíris
terminase en tu jardín no fue casualidad, hay un duende idéntico a cada niño, y
si te cruzas con el y te dejas engañar, ya sabes lo que te espera, él se irá a
tu casa a vivir tu vida mientras que tu trabajaras por el.- Me dijo Máncalo.
-
Yo
quiero irme a mi casa con mis padres, no fue codicia lo que hizo que me
acercara a la cazuela sino curiosidad, el duende me sujetó de la mano y me
trajo.- Le dije mientras entre las
sombras de la capucha dejaba entrever su sonrisa.
-
Tal
vez no querías el oro, pero para bien o para mal estás aquí, vivirás con Eliseo
en la casita, antes era como tú un niño normal y corriente hasta que traspasó el
umbral y se convirtió en duende, lleva muchos años aquí trabajando para mí y
aconsejando a los que van llegado. Ahora acompáñame que te voy a enseñar tu
lugar de trabajo.- Contestó
mientras salía de la casa.
Me inundaban las ganas de llorar, echaba de menos a mis padres, a
mi perrito y a mi casa, y quería escapar de aquel lugar, de sus llamativos
colores, de aquel señor misterioso que me asustaba, con su capucha siempre
puesta para cubrir su rostro, del que solo se insinuaban unos ojos grandes y ovalados,
y una sonrisa sucia.
A la salida de la casa los pájaros nos acechaban, Máncalo cogió un
puñado de polvo de oro y lo lanzó hacia ellos, antes de caer al suelo se había
convertido en semillas y los chirriantes bribones se pusieron a comer. Le acompañe
a su paso de bastón por una senda diferente a la anterior sin mediar palabra.
Nos fuimos dejando atrás los arboles amarillentos, los siguientes eran de hojas
anaranjadas, y de ellos colgaba fruta del tamaño de las mandarinas pero de
color púrpura, quise preguntar pero no me atreví, y cuando fui a darme cuenta
estábamos frente a un campo de tréboles.
-
Aquí
vendrás por las tarde a comprobar que crecen derechos y luego los regaras, no
antes de haberle quitado aquellos que estén estropeados o comidos por insectos,
mañana por la tarde te quiero ver aquí, esmerándote para que los tréboles de
cuatro hojas crezcan bonitos.-Me
dijo Máncalo señalándome para el terreno donde comenzaban a crecer unos
pequeños tréboles.
-
¿Y
qué haré por las mañanas?-Le pregunte.
-
Ahora
lo veras.- Me contestó mientras caminaba hacia
una nueva senda.
Le
seguí sin rechistar, pues el trabajo que me había encomendado no me disgustaba
del todo, prefería irme a casa, pero de momento permanecería sosegado hasta que
encontrase la manera de volver. Nos dejamos atrás todos los arboles, y la
vegetación comenzaba a desparecer conforme íbamos caminado, las últimas plantas
que vi tenían las hojas grandes y una pequeñas florecillas azuladas igual a la
que Eliseo me había puesto en el chocolate.
Después
de un rato llegamos hasta un gigantesco cobertizo, me dio miedo entrar, su
exterior no era nada agradable, paredes grisáceas con unas pequeñas ventanas en
la parte superior de la pared. Abrió la puerta cerrada con llave y entró, desde
fuera pude ver a los niños o duendes trabajando.
-
Vamos
entra.- Me dijo.
Yo
le hice caso y entré, algunos me miraban de reojo como si tuvieran miedo de
parar de trabajar. Estaban divididos en grupos, unos cuantos dibujaban las
piezas de los zapatos para luego otros recortarlas, otros las cosían, y el
resto las revisaban antes de guardarlas en sus cajas. Me acompañó hasta el grupo
de corte, me dio un mandil y unas tijeras.
-
Por
las mañanas ayudaras a tus compañeros, recortaras los materiales necesarios
para los zapatos según los patrones y cuando termines con ellos te irás al grupo
de lustrar, y darás brillo a cada zapato con paciencia y con esmero hasta que
queden perfectos.- Me ordenó
Máncalo.
Eliseo
se acercó para enseñarme como tenía que hacer mi trabajo, al parecer, era el
encargado de todos nosotros. Me dio varias indicaciones antes de que sonara una
bocina anunciando que la jornada de trabajo había terminado. Los duendes se
pusieron en fila igual que en el colegio y salieron unos detrás de otros.
Eliseo después de abrir la puerta se fue detrás de Máncalo que había entrado en
una especie de despacho desde donde nos vigilaba a través de una ventana.
No
sabía bien qué hacer, si esperar a Eliseo o irme detrás de aquellos otros
niños, se veía que no eran felices, sus caras mustias y cansadas lo sugerían,
me figué en todos y cada uno de ellos, habría unos cincuenta, todos de una
estatura similar y de ocho años aproximadamente.
-
Hola,
me llamo Marcos, ¿Cuánto tiempo llevas aquí?¿A que tú eras un niño? -Le pregunté a uno de ellos.
-
Me
llamo Álvaro y soy otro tonto al que han engallado, descubrí la cazuela de
monedas mientras paseaba a mi perrito por el campo, el arcoíris terminaba a los
pies de un nogal, y en él encontré la cazuela, me acerqué a ella y antes de que
cogiera una moneda salió un duende, me sujetó muy fuerte de la mano y dando un
salto al arcoíris me trajo hasta aquí. Llevo años fabricando calzado mientas
que un impostor está en mi casa viviendo a mi costa. -Contesto el.
-
¿No
hay manera de volver? Yo no quiero estar aquí, tengo miedo de ese señor, además
no tengo edad de trabajar, ni yo ni ninguno de los que estamos aquí, no sé como
os conformáis a vivir como esclavos mientras que los verdaderos duendes están
en nuestras casas.- Le dije.
-
A
ver si tu eres capaz de regresar, yo lo intenté una vez nada más llegar, y lo
único que conseguí fue un castigo. Había salido el arcoíris y un duende
pretendía dar el cambiazo, se encontraba escondido al otro lado, yo me acerqué
hasta al arcoíris y salté, pero me quedé con los pies colgando, Máncalo me
había sujetado del chaleco impidiéndome escapar, luego me encerró en una jaula
y me colgó en uno de los arboles cerca de su casa, allí estuve casi dos días
sin comer ni beber nada, mientras que esos pajarracos feos me picaban noche y
día hasta que pedí perdón.- Me explicó
Álvaro mientras que de sus ojos brotaban algunas lagrimas.
-Aun tengo dos preguntas más. ¿Por
qué Máncalo tiene el rostro cubierto?- Le
dije.
-Nunca le he visto la cara, ni yo ni
ninguno de los que estamos aquí. Yo me hice la misma pregunta al poco de
llegar, un duende con el que congenié muy bien, me contó varias cosas antes de
irse, me dijo que Máncalo era un niño que trabajaba clandestinamente en un
taller de calzado, que le pegaban y que apenas le pagaban por trabajar. Un día
al salir del trabajo se encontró un duende y este le ofreció vivir aquí en un
mundo de fantasía, donde serían los demás los que cumplirían ordenes y
trabajarían para él.- Confesó Álvaro
antes de que Eliseo se acercara.
CONTINUARÁ….
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