El grito en el cielo puse un sencillo amanecer, pues mi cuerpo estaba cubierto de pergaminos sin leer. Al despertar estos manuscritos encontré, su rúbrica delataba su proceder, siendo la caligrafía de mi poder. Expresaban toda una vida de sueños, experiencias, pensamientos y lo más importante lo que quedaba por vivir. He tapizado mi cuarto con las letras que aquel día escribí. Para no olvidar los objetivos, ni los sueños por vivir.

lunes, 16 de enero de 2012

RABITO DE LAGARTIJA


Los comensales en la mesa esperaban su indudable penitencia. Sopa de tomate y tortilla de espárragos era la tortura de aquellos pobres hambrientos que esperaban a la cocinera mientras que ellos rezaban porque estuviera bueno. Cuatro trozos de tomate mal organizados bailaban en el caldo de la sopa, los presentes se miraban entre ellos esperando la mejoría del segundo plato, pero tampoco fue de su agrado que la tortilla estuviera chamuscada y los espárragos poco hechos. “Menos mal que las natillas no son caseras” dijo Vicente a sus hermanos, pero poco les duró ese pensamiento ya que aquel día su madre había decidido hacer arroz con leche.

Por mucho que Silvia se esmerase en la cocina nada le salía bien y sus tres hijos Gonzalo, Vicente y Marina le hacían el papel. Nunca le decían lo bueno que estaba lo que había cocinado, incluso se alegraban cuando en alguna ocasión se le había quemado demasiado. Preferían comerse un bocadillo o un trozo de pan tostado antes que la comida que les había preparado.

A la casa de su abuela ellos iban encantados, pues su abuela Inés entre cucharones se había criado. Un arsenal de recetas a su hija le había enseñado, pero éste don no había heredado. Los comensales contentos daban cucharadas una detrás de otra. “Que ricas están estas lentejas” le dijo Marina a su abuela mientras rebañaba el plato con un trozo de pan. “Esta semana las hare yo, haber que tal me salen” dijo la madre que la escuchó, y los tres hijos pensaron “Que le salgan bien, por favor”.

Con las caras mustias iban de camino a casa, pues ellos preferían quedarse con su abuela y que les hiciera unas hamburguesas para cenar, y no los flamenquines abiertos que les iba a poner su mamá. Muchas mostaza y tomate frito tenían que echar para que aquello estuviera un poco bueno y podérselo tragar.

Los sándwiches que llevaban al colegio para desayunar, se los preparaban ellos mismos para mayor seguridad, los tres niños en la cocina antes de partir se organizaban entre ellos para repartir. Gonzalo los hacía de mantequilla y chóped, Vicente le cortaba la corteza y le untaba paté, mientras Marina cogía los batidos y las galletas de chocolate para pronto recoger. A dos pasos de casa se encontraba el colegio y cuando llegaba el recreo sus amigos les decían “Que sándwiches más bien hechos”. Nunca reconocieron ante nadie más que ellos que su madre no tenia arte en la cocina y que si la comida no estaba cruda o chamuscada se encontraba sosa o salada.

Una tarde al pasar por la puerta de un restaurant, vieron a un hombre muy guapo con gorro y delantal, se pararon a reparar si la gente comía con alegría lo que aquel hombre les acababa de preparar, “¿Estará casado ese hombre? ¿Le gustará a mamá?” dijo Vicente a sus hermanos que atentos observan al interior del restaurant. “ Seguro que sí, con esa cara que tiene y si sabe cocinar, las mujeres se lo tiene que rifar” dijo Marina a sus hermanos sin un ápice de cortedad. “La semana que viene es el cumpleaños de mamá, podemos hablar con la abuela y le damos una sorpresa en éste restaurant, y si tenemos suerte nos llevamos al cocinero por papá” opinó Gonzalo y sus hermanos asentaron la cabeza sonrientes, luego se fueron a casa y aprovecharon que su madre no estaba para llamar.

Siente días más tarde, puntuales en aquel lugar, llegaban con su madre engañada para más tarde comprobar que celebraría su cumpleaños en aquel restaurant, en compañía de su madre y de sus hijos sin saber lo que le iba a pasar. A la llegada del postre solicitaron al cocinero para que saliera con la tarta, las velas encendidas ocultaban su rostro pero al bajarla hubo una intensa mirada entre ellos y los niños vieron como les iba a salir bien su juego. Los niños la distrajeron entregándole un regalo, un libro de recetas nuevas le habían comprado. Poco después, Vicente le entregó la chaqueta a su madre que colgaba de una percha en la pared, dejando tirado en el suelo debajo de la mesa un pañuelo que llevaba su madre atado al cuello.

A la mañana siguiente cuando Silvia pasó por la puerta de aquel lugar, entró a preguntar si habían encontrado un pañuelo estampado marino y blanco. El cocinero la fue a atender pues estaba recién abierto y los camareros no terminaban de aparecer. Le entregó su pañuelo y la invitó a un café pues le había gustado su mirada interesante y los hijos tan simpáticos que tenía ésta mujer. Hablaron durante un rato de recetas y platos, algo tenían en común a los dos le gustaba cocinar, solo que uno era un experto y a la otra todo le salía mal. “¿Qué te parece si te invito un día a comer Arroz aguado con pollo?” dijo Silvia al cocinero y este aceptó encantado a comer Arroz aguado.

Mientras que el pollo se cocía en la olla, pelaba y picaba las cebollas, los ajos y las zanahorias. Luego, mientras se salteaban las verduras en la sartén, abrió la ventana para recoger unas ramitas de menta y perejil, y con sigilo se fue a colar una pequeña lagartija. Las manos a la cabeza se fue a llevar, pues se asustaba de cualquier bicho que se pudiera encontrar. Cogió una sartén bien fuerte y cuando le fue a dar, cortó a éste el rabo y a la cazuela fue a parar. La lagartija sin rabito corrió hacia la ventana para escapar, pero su pequeño rabito en la cazuela se fue a quedar. La cocinera impresionada no se percató de aquello y entre pimientos y cebollas se encontraba parte del bichejo.

Llegada la hora de comer el cocinero puntual fue a aparecer. Presentes en la mesa estaban ellos dos, pues los niños en casa de su abuela iban a comer mejillones a la esencia de limón. Los presentes tomaban vino con el plato de arroz servido, a la segunda cucharada el invitado pensó que mordía un trozo de pimiento pero ingería algo que no debía estar bueno. “He encontrado un toque ácido, pero está bueno este arroz, se nota que te has esperado,” le dijo él como cumplido. Pasado el rato antes de llegar al café comenzó a sentirse indispuesto, algo le estaba produciendo un picor por todo el cuerpo. Cayó repentinamente desmallado al suelo y la cocinera pronto fue a llamar al médico. 

“A sido una intoxicación, debió comer algo en mal estado” dijo el médico después de reanimarlo. Tras un leve tratamiento enviaron al enfermo a casa, Silvia se ofreció a acompañarlo pues ella era la responsable de que él estuviera malo. “Perdona, no tenía intención de envenenarte, es que soy una patosa en la cocina y no hay remedio aplicable” dijo ella. “¿Qué te parece si la próxima vez cocino yo?” respondió el.

Pasados los días otra vez fueron a quedar, pero esta vez cocinaría él para mayor seguridad. Entre comer y cocinar se forjó entre ellos una bonita amistad que más tarde en un precioso amor fue a desembocar. Los niños encantados saltaban de alegría, pues su madre había encontrado aquel que complementaba su vida, y ellos habían conseguido a un buen padre que le cocinaría. Todos felices no comen perdices, ni arroz aguado, ya quedaron en tiempos pasados los días que preferían comer pan tostado.

2 comentarios:

  1. Historia complicada, el Cocinero experto que se intoxicó, después felizmente cocinó él y los niños con la abue, que estaban bien, ansiaban una forma Paterna, que la consideraron en ese Profesional, y casualmente se hicieron expertos, cuando eran todo lo contrario. Eso es Muestra de Amor, que es, si más, implicarse en la vida de esa Alma. Lo que los niños también hacían con esa Alma... Breve y con muchos significados. Me quito el Sombrero Teresa.

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  2. Gracias por tu comentario, me alegro que te haya gustado

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