Arnaldo, victorioso, de dejaba
deslumbrar por el fulgor de aquella joya, todo apuntaba a que era la reliquia
preferida de la vieja urraca, tras sus acechos pudo ver que siempre la llevaba
cuando la ocasión le requería ir mas arreglada, y ahora, se encontraba entre
sus saqueadoras manos, que instruidas, habían barrido multitud de casas sin ser
pilladas por la policía, se la daba de astuto, con su cara de bonachón, y su
cuerpecillo destartalado se ganaba la confianza de la gente, y usando todas las
prevenciones posibles entraba en lugares estudiados, nunca hogar de mucha
gente, ni de parados sin oficio, daba el golpe a la hora que el amo estuviese
ocupado en su actividad establecida, los horarios para él eran sumamente
importantes, tuneaba su aspecto y furgoneta cual mortadela y chóped, sus
intrépidos y estúpidos detectives juveniles.
Hasta el momento, todo marchaba como
tenía previsto, en su agenda comenzaba una nueva hoja, aunque primero tenía que
buscar a su próxima víctima, decidió tomarse el día libre, pasear y así
acercase al centro para que su tasador le proporcionase un precio razonable, el
lote de joyas lo portaba celosamente en el bolsillo interior de su chaqueta, al
pasar por la parada del autobús, sus ojos dirigieron una mirada exhaustiva a
dos señoras remilgadas que subían en el número siete, una de ellas cargada de
bolsas de las mejores marcas, la otra solo llevaba una, miró el reloj y
comprobó que tenía tiempo de sobra para seguir caminando, pero que de subirse
al bus, el paseo le merecería la pena, decidido se puso a la cola, tras una
maruja que tiraba del carro de la compra, pagó su billete, y de un vistazo
localizó a las dos estiradas, se habían sentado una frente de la otra, no había
sitio libre, y gesticulando un buenos días, se acercó a ellas sujetándose a la
barra. Tras dejar atrás un par de avenidas se adentraron en la zona que más le
gustaba, con porteros que guardaban todas las llaves y con fincas que
protegidas con alarmas se creían indemnes a las manos del ladrón. Esperó a que se
pusieran de pié, y luego tambaleándose cayó al suelo, mientras lo rodeaban
dándole pequeñas cachetadas, hurgaba en el bolso de la que había comprado
menos, según él, por indecisa, mientras palpaba entre sus cosas el autobús se
paró por completo, abrió los ojos lentamente, y localizada la cartera, dio un
salto, y salió corriendo, nada más ver aquella extraña situación, como acto
reflejo, todos los presentes echaron mano de su cartera, la dama robada se ría,
luego, junto a su compañera de compras se bajaron en la parada, para entonces, Arnaldo,
había atravesado un par de calles y girado a la izquierda, luego tras entrar en
el callejón viejo, abrió la puerta del Anticuario El Rincón, sus cristales
estaban tan sucios como el resto del local, al fondo, envuelto en una cortina
de humo lo esperaba su amigo Ginés, tan amable siempre que lo veía entrar por
sus puertas, le extendió la mano con una sonrisa sucia, y él, buscó en su
bolsillo, en el cual solo encontró el medallón, lo soltó en el mostrador,
rebuscó entre todos los huecos posibles de su atuendo, desesperado se tiraba de
los pelos, con su paripé había perdido el resto de joyas, se consoló mirando la
cartera de cuero, la abrió, pero en el tarjetero solo apareció la tarjeta
sanitaria, el carnet de la biblioteca, cupones de descuentos y estampitas de
santos, abrió la cremallera suplicándose que le hubiese merecido la pena, tras
ponerla bocabajo salieron algunas monedas de céntimos, y un euro, al fondo, el
tique de su compra por valor de treinta euros, gastados en un reloj de las
rebajas, se maldecía dándole patadas al pequeño mostrador por haber sido tan
estúpido, mientras su amigo espantado, soltaba de golpe el medallón.
Al cabo de un rato contemplaba su triste
reflejo en el cristal de la marquesina del bus, se había sentado para
descansar, esperanzado en encontrar una nueva víctima, se metió la mano en el bolsillo y sacó el medallón,
se maldijo mientras repasaba con el dedo los bordes de plata tallada, el color
de la piedra parecía cambiar por momentos, si lo miraba fijamente podía
encontrar en el centro una especie de sombra, una silueta que se movía, su
amigo, había rechazado la joya, porque al examinarla vio que era una pieza
extraña y con su afición al lado oscuro tuvo miedo de que pudiera
proporcionarle mala suerte. Pensó en tirarla al cubo de la basura, en soltarla
en cualquier lugar, pero el tasador le había aconsejado que la devolviese. Miró
el reloj, era la hora de comer, volteó el forro del bolsillo, solo tenía un
euro, miró para la calle desierta, el tabernero de la esquina recogía un par de
mesas de la terraza, cruzó, y tras sentarse pidió una cerveza, apenas había
cuatro personas, una pareja al fondo, y los otros dos sentados en la barra, no
con mejores pintas que él, el camarero le puso la cerveza y una tapa de
tortilla, cuando degustaba su escaso almuerzo entró por la puerta el conductor
del autobús número siete, puso el euro sobre el mostrador, y antes de que se
diera cuenta entró en el baño, se insultaba a si mismo por haberse quedado en
la zona, tomó aire, y como si no conociera a nadie salió hacia la calle, luego
corrió sin mirar atrás, mientras que a sus espaldas le llamaban ladrón.
Viéndose a salvo, se paró, echó un
vistazo a su alrededor, justo enfrente, el piso de la propietaria del medallón,
su reloj daba las tres, hora en la que aquella señora echaba la siesta, rebuscó
en uno de los bolsillos interiores de su chaqueta donde acostumbraba a llevar
un kit de ladrón, antes de llegar al portal se puso los guantes, subió por el
ascensor donde se ocultó con el pasamontañas, abrió la puerta, y cuando puso el
pie derecho en el parqué algo comenzó a silbar, extrañado, agudizó sus oídos,
intentando encontrar aquel sonido, asomó la cabeza, no había nadie a la vista,
y aquella hurraca no usaba alarma, decidió continuar cuando el silbido se hacía
cada vez más grande, volvió a escuchar y entonces descubrió que el ruido
provenía del medallón, lo sacó del bolsillo, lo miró fijamente y entonces
despejándose el color grisáceo, la sombra negra se apoderó, era la silueta de
un hombre mayor, asustado lo sujetaba con cuidado, lo iba a soltar en la mesa
de la entrada cuando aquella sombra habló, “Ni se te ocurra dejarme aquí,
imbécil, esta maldita es mi mujer, y se niega a dejarme descansar en paz, me
tortura llevándome a todos esos sitios donde de casados no quería ir con ella.”
Dijo una voz ronca y malhumorada, “Yo soy ladrón, no consultor
matrimonial, aquí le dejo con su señora y su mala suerte” dijo cuando al
girarse se tropezó con el puño de un vecino, abatido cayó al suelo, cuando
abrió los ojos se encontraba en el cuartelillo, frente a él un guardia que
solicitaba una confesión, se debatía entre mentir, o contar la verdad y pasar
por loco, cuando una vocecilla tosca insistía en testificar por ser testigo de
todo.